Después de 44 años de afanosas obras, en 1883 se abría al culto la imponente iglesia ortodoxa del Cristo Salvador de Moscú. Cuatro décadas y tres zares fueron necesarios para poner fin al gran proyecto con el que la Rusia imperial del siglo XIX quiso homenajear a quienes lograron echar a patadas a Napoleón de Rusia en la campaña 1812. Sin embargo, la catedral moscovita no pudo resistir a Stalin que, con la nada escondida intención de sustituir el poder de la religión por el suyo propio, dedicó cuatro meses del año de 1931 a demoler el templo del Cristo Salvador. Posteriormente, la tradicional inutilidad burocrática de las administraciones comunistas hizo imposible que el dictador soviético pudiera llevar a cabo su idea original, que era construir en ese mismo lugar un palacio dedicado a los soviets coronado por una estatua de Lenin de unos 100 metros. Debe ser que andaba Stalin demasiado ocupado masacrando ucranios o diseñando campos de concentración como para dedicarse a la arquitectura. Se tuvo que caer el Muro y echar a andar la década de los 90 para que en aquél lugar volviera a levantarse el templo ortodoxo del Cristo Salvador.

El caso es que esta anécdota que, por cierto, cuenta como nadie el maestro Kapuscinski en su libro de viajes por El Imperio, nos sirve para ilustrar a la perfección lo que ese sistema totalitario hizo por la humanidad: destruirla. El comunismo no creía en el hombre, más bien lo descreía, era un número, un objeto que sumar y restar y colocar en un ministerio o bajo el punto de mira de la checa, según el caso. El hombre no tenía libertad, que es igual en todas partes, ni derecho a la propiedad, ni prácticamente ningún derecho que no fuera el culto a esa nueva religión que era el Estado. Porque aquí radica la clave de esta sanguinaria filosofía materialista que, también, era el comunismo: es el Estado quien ejerce las funciones que, tradicionalmente, han correspondido a las distintas religiones. El Estado que, parte y reparte bendiciones, el Estado y su líder, a quien se santifica y se pone, como a Lenin, en una estatua de 100 metros, mirando al cielo, que no existe, pero por si acaso.

Esta semana se han cumplido dos años del encarcelamiento de Leopoldo López, dirigente opositor venezolano. Dos años en una celda sin ventanas por participar en manifestaciones contra el régimen de Nicolás Maduro. Es decir, dos años por oponerse a las estructuras del Estado y de su líder. Dulcifiquen ustedes si quieren la sovietización de Venezuela pero, de fondo, subsisten allí mucha de las viejas prácticas del socialismo original: represión de la oposición, restricción de la libertad individual, persecución de los medios de comunicación, control sobre los medios de producción, etc. Dos años de cárcel por ir a una manifestación y promover un partido político de centro-izquierda, esa es la culpa de López.
Supongo que más de uno dirá: “ahora viene el golpe mortal, la torta a los de Podemos, la mención a las relaciones contrastadas y pagadas de Iglesias, Errejón y monedero con la cúpula chavista; ahora vendrá el giro argumental definitivo de este periodista hijo de la casta y facha, por supuesto”.
Pues sí.
La libertad es el auténtico templo sobre el que el hombre debe erigir el respeto a su propia dignidad.