El sentido único de Carmena

Si no fuera por lo peligroso que es el actual gobierno municipal de Madrid sería para echarse a reír. Si, por ejemplo, la decisión de dirigir a los viandantes en una misma dirección con independencia de su voluntad hubiera sido una ocurrencia de la alcaldesa de París pues estaría uno con la carcajada puesta. Pero es que ha pasado en mi ciudad, ese Madrid de libertad donde cada uno ha hecho siempre lo que ha querido, ha entrado y salido, votado y botado, corrido y descansado, vivido y dormido. Hay un Madrid de gente que toma decisiones, que se subleva frente a un rey invasor en nombre de sus derechos, un Madrid que está siendo esquilmado por la peor de todas las iniquidades: la ideológica.

 

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Nos quieren a todos en un vagón de metro, juntitos y, a ser posible, calladitos y, si salimos de paseo, guiados, conducidos, pastoreados. ¡Se imaginan ustedes que a cualquier otra alcaldesa que no fuera la actual, que cuenta, no sé muy bien porqué, con el beneplácito implícito de prácticamente toda la prensa local y nacional, se le hubiera ocurrido decretar sentido único en las calles para los caminantes! A Ferreras le hubieran faltado horas en el reloj para hacer especiales y puede que Eldiario.es hubiera incluso abierto un buzón de quejas del ciudadano en su portada. Pero no, esa decisión, entre norcoreana y habanera, la ha tomado la todopoderosa alcaldesa Carmena, la amable señora, la entrañable y adorable abuela del pueblo, la sucesora de Tierno, la simpática hacedora de magdalenas caseras, la viajera impenitente… su sentido es dinamitar la convivencia de los madrileños en nombre de una ideología derrotada. Ese es su único sentido.

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Rajoy votará a ERC

¿Y si lo que quiere Rajoy es que Junqueras gane las elecciones? Habría un president secesionista, lo que calmaría a la base social independentista ahora frustrada: no habría algaradas callejeras. Y el presidente del Gobierno tendría ocasión de volver a pastelear con un gobierno nacionalista, sí, pero conocido: sí a la vía PNV (el chantaje financiero tradicional) y no a la DUI. Todos contentos. Menos Albiol y la mayoría de españoles, claro. Y que le den a Albert Rivera, pensarán algunos, qué se habrá creído…

Las ramas y el bosque

Urge que el PSOE, que es el muro que nos defiende del invierno, resista con firmeza. Porque no se trata de la izquierda y la derecha, o del nacionalismo –al que ganaremos, no cabe duda, por mucho sufrimiento que cause-, se trata de España, de lo que somos, de nuestra democracia liberal, europea, abierta y respetuosa

Lo más preocupante del desafío soberanista impulsado hace cinco años por el gobierno autonómico de Cataluña es el uso que hacen de él quienes pretenden destruir la idea de España como nación liberal. Es decir, siendo grave que, desde una parte de España, se pretenda su dilapidación con arteras estrategias, promoviendo la insurrección y alentando la violencia callejera, lo es más aún que esa dinámica haya sido aprovechada por esa parte de la izquierda española que nunca ha aceptado las reglas del juego que nos dimos en la Transición Política.

indepe.jpgEl nacionalismo, esa ideología que explota los afectos y que, como ha dicho Mario Vargas Llosa, tanto sufrimiento ha causado en los últimos dos siglos, tiene en Cataluña un aditivo especial: el de la transversalidad ideológica. Es decir, que el viejo axioma izquierda-derecha, tan demolido, es cierto, en el esquema postsoberano de nuestro tiempo, ha sido suplantado por un debate identitario de tinte xenófobo: desde las barricadas de la CUP hasta los bufetes de abogados de Convergencia se repite el binomio buen catalán-mal catalán. La masiva manifestación del pasado domingo en Barcelona volvió a demostrar el éxito de este esquema racista. El diputado de Esquerra Gabriel Rufián tuiteó: “Hoy hemos aprendido que la famosa mayoría silenciosa catalana ni es mayoría, ni es silenciosa, ni es catalana”. Es decir, que los catalanes que salieron a la calle no son catalanes, no tienen esa categoría especial, ese RH particular que les asemeja más a los franceses, como dijo el también republicano Oriol Junqueras (“los catalanes tienen más proximidad genética con los franceses que con los españoles”, publicó en 2008). En realidad, fue el padre del nacionalismo catalán moderno, Jordi Pujol, quien postuló sin tapujos este racismo identitario cuando dejó dicho: “El hombre andaluz no es un hombre coherente. Es un hombre anárquico. Es un hombre destruido. Es, generalmente, un hombre poco hecho, un hombre que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual”.

«González, Aznar y Zapatero pensaban en el siguiente presupuesto mientras Arzallus y Pujol sacaban filo a los cuchillos.»

Pero la deriva de ese nacionalismo xenófobo y transversal era previsible. Lo era desde la Constitución, donde la verdad histórica perdió el pulso ante la necesidad del pacto. Puede que en aquel tiempo fuera necesario el acuerdo nacional, que incluso pueda ser justificable la inclusión de ese concepto tan arbitrario como inclasificable de “nacionalidad histórica”. Pero conviene entender que por esa puerta entreabierta a la desigualdad se han colado desde entonces las insaciables garras del nacionalismo. Los distintos gobiernos se han ido incluso aprovechando de ello. Han pactado con Peneuvistas y convergentes mientras estos afilaban los dientes. González, Aznar y Zapatero pensaban en el siguiente presupuesto, mientras Arzallus y Pujol sacaban filo a los cuchillos, entrenaban a su ejército y coleccionaban competencias para poder seguir quejándose. Los unos sonreían felices acomodados en el vergonzoso éxito del corto plazo; los otros, sembraban el terreno.

Pablo_Iglesias_Ahora_Madrid_2015_-_05.jpgPero, decía, lo más grave del desafío actual no es que el monstruo actúe como lo que es. Hay que combatirlo con la ley y con la verdad (esa palabra tan bella que la posmodernidad elude, esa a la que han sustituido con el eufemismo blando del “relato”), sin decaer en el intento, con firmeza y diplomacia. Sin embargo, lo determinante es el aprovechamiento que la izquierda no alineada con la Constitución está haciendo del marasmo en el que parece encontrarse la nación española.

El daño que Podemos le está haciendo a este país –al país de nuestros padres, el que surgió del abrazo fraternal de 1978- es terrible. Sus consecuencias son imprevisibles. El partido de Pablo Iglesias está soplando sobre la vela que ha encendido el nacionalismo catalán, como antes lo hizo con el fuego dramático del independentismo vasco. Pablo Iglesias dijo: “La Constitución que se instaura en este país no instaura una suerte de reglas del juego democráticas, sino que de alguna manera mantiene una serie de poderes que, de una forma muy lampedusiana -cambiarlo todo para que todo siga igual-, permitieron la permanencia de una serie de élites económicas en los principales mecanismos y dispositivos de poder del Estado español”. Y añadió: “Me gusta contar esto aquí –estaba en una herrikotaberna-, porque quien se dio cuenta de eso desde el principio fue la izquierda vasca y ETA”. Podemos nace para sublevar el orden constitucional de 1978 y su Constitución, a la que Iglesias llamó “papelito” en la citada conferencia. Por eso apunta al PP como único enemigo y trata de acariciar la eterna mala conciencia de parte del PSOE, por eso alienta a todo lo que se oponga a ese sistema de libertades, a esa idea nacional de España, a esa concepción liberal de nuestro estado de derecho. Y por eso, ahora, Podemos se ha lanzado en brazos del nacionalismo catalán con la esperanza de que esta llama acabe por incendiar el bosque y poder así, al fin, reinar sobre las cenizas e instaurar un nuevo orden.

«El daño que Podemos le está haciendo a este país –al país de nuestros padres, el que surgió del abrazo fraternal de 1978- es terrible.»

Cuando el Partido Comunista aceptó la bandera nacional, la Constitución y al Rey, dio impulso decisivo a la consolidación de la democracia española. Pero, al mismo tiempo, propició una herida en una parte de la izquierda española que ha permanecido latente durante cuarenta años. Esa herida ha terminado por expandirse: ya no es una minoría, incluso el viejo PC, integrado en Izquierda Unida, ha acabado por aceptar implícitamente el error de Carrillo y se ha diluido en la gran madre de todas las revanchas, que es Podemos. Reniegan de sus mayores y, aprovechando el terrible impulso que les dio la reconversión socialista que promovió Rodríguez Zapatero, vuelven a situar el origen de la democracia española en la segunda república, tergiversan peligrosamente la Guerra Civil y recrean una historia que nunca existió para reclamar un país utópico que, afortunadamente, nunca llegó a constituirse.

Por todo ello, urge que el PSOE, que es el muro que nos defiende del invierno, resista con firmeza. Porque no se trata de la izquierda y la derecha, o del nacionalismo –al que ganaremos, no cabe duda, por mucho sufrimiento que cause-, se trata de España, de lo que somos, de nuestra democracia liberal, europea, abierta y respetuosa. Es eso lo que está en juego. Que las ramas de la CUP no nos impidan ver el fondo del bosque, donde reside, escondido, el verdadero pirómano de nuestra democracia.

*Artículo redactado para Compartiendo Inquietudes, donde se publicó originalmente.

¿Dónde estábais, queridos?

Leo atónito los editoriales de hoy de los principales periódicos catalanes. Y no puedo dejar de preguntarme: ¿Dónde estabais, queridos, los últimos 5 años?

Las pruebas. Editorial de hoy de El Periódico. No en nuestro nombre, se titula. Y dice cosas como:

«Pero Catalunya es mucho más plural y diversa de lo que el discurso nacionalista quiere hacer creer. De consumarse hoy la declaración de independencia, será la culminación de una irresponsabilidad histórica que tendrá efectos gravísimos sobre el autogobierno y es de temer que sobre la convivencia de Catalunya. Con la falsa dicotomía entre la legalidad constitucional y estatuaria y legitimidad política, el independentismo ha embarcado a Catalunya en una travesía que vulnera el ordenamiento legal vigente sin contar ni siquiera con la legitimidad de un masivo apoyo popular. Sin necesidad de recurrir a los datos del 1-O (es obvio desde el mismo día de su celebración que el referéndum no cumplió ninguna garantía democrática y que, por tanto, no puede ser aval de ninguna decisión política), el bloque independentista mayoritario en escaños en el Parlament no representa ni a la mitad de los catalanes. Con estos mimbres es con los que hoy Puigdemont podría anunciar la independencia sin ningún apoyo internacional ni forma de hacerla efectiva. En caso de que el president dé este salto al vacío, es obligación de EL PERIÓDICO decir con firmeza y serenidad: no en nuestro nombre.»

Y aquí una parte del editorial de La Vanguardia, titulado La hora de la verdad:

Aventurarse hacia la independencia con una mayoría insuficiente, como hizo el Govern, fue un error. Aventurarse, como hizo después, saltándose las leyes, ha sido un error mayor. De poco vale denunciar las omisiones o los excesos del contrario para justificar errores propios de tal calibre. No se puede recurrir al patriotismo para justificar una decisión que dañará a la patria; que causará estropicios –ya los ha causado– en el conjunto de la sociedad, en las infinitas ramificaciones de la actividad económica y en la imagen exterior del país.

¿En qué apacible rincón del presupuesto pastabais cuando Artur Mas dilapidaba la convivencia entre los ciudadanos, adoctrinaba a los niños en las escuelas e incumplía flagrantemente la ley promoviendo consultas de cartón-piedra? Y cuando una presentadora de la TV3 quemaba un ejemplar de la Constitución española, ¿dónde estabais queridos?

Las portadas de hoy hubieran hecho falta hace cinco años.

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La aspiración ética de Adolfo Suárez (I): Introducción

Se trata de un análisis sobre la aspiración al bien en la acción política de un hombre clave en la historia reciente de nuestro país. Ahora que, como siempre, desde una parte de la izquierda que se pretende transversal se azota inmisericordemente al proceso, creo que tiene sentido echarle algo de tiempo, de datos, de estudio a lo que realmente fue aquella época.

Para alguien como yo, que nació en 1981, la figura de Adolfo Suárez es lo más parecido a un referente absoluto en términos políticos. Es el nombre que he escuchado de fondo, mientras iba creciendo, como banda sonora de mi historia política personal. Suárez es, popularmente, el que “unió a las dos Españas”, “el que buscó siempre el consenso”, el que “trató de enfrentarse a las dificultades con serenidad y templanza”, aquel al que votaban los un poco más de derechas y los un poco más de izquierdas. Suárez era el hombre que, en ese año de 1981, se quedó sentado en sucercas.jpg escaño del Congreso mientras los representantes de la bigotuda España del ayer trataban de impedir a golpes el avance de la democracia, tal y como inmortalizó Javier Cercas en su Anatomía de un instante.

La generación de los que nacimos en aquellos años no ha vivido otra cosa que la democracia, pero no como una realidad asentada, sino como un fenómeno en construcción. No somos los hijos de internet, como la posterior, ni tampoco los de la analógica Dictadura; somos, en cambio, los hombres y las mujeres nacidos de un proceso en construcción. Esa sensación de inseguridad con la que vinimos al mundo nos ha acompañado toda la vida.

Pero es que, además, se cumplen en fechas recientes importantes aniversarios que, necesariamente, obligarán a la ciudadanía a volver la vista atrás para recordar el trabajo conjunto de una clase política que, con todos sus errores, logró la consecución de un bien para la sociedad española: la democracia.

Dijo Chesterton que el hombre es “un monstruo deforme, con los pies mirando hacia delante y el rostro mirando hacia atrás”. Así, el 18 de noviembre de 2016 recordamos el 40º aniversario de la aprobación de la Ley para la Reforma Política, “el día que el franquismo votó por la reconciliación nacional”, según la crónica publicada ese día en el diario ABC por Juan Fernández-Miranda. Y, sobre todo, el 15 de junio de 2017 conmemoramos que, cuatro décadas antes, los españoles pudieron volver a las urnas. La anterior ocasión hay que buscarla en las elecciones del 16 de febrero de 1936. Habían pasado, pues, otros 40 años, para que los españoles pudieran volver a elegir a sus gobernantes. Y, sin embargo, la Transición fue un proceso rápido o, al menos, medido en sus tiempos. El entonces ministro de Suárez y, posteriormente, su sucesor, Leopoldo Calvo-Sotelo, dijo en 2007 en una entrevista en El Mundo, que “una de las virtudes de la Transición con Adolfo Suárez fue la buena medida del tiempo”.  Recordamos, así, estos meses, esos otros en los que España se construía como nación soberana, libre, democrática.

Recordamos estos meses esos otros en los que España se construía como nación soberana, libre, democrática.

Carlos Abella termina su biografía sobre Suárez destacando el “compromiso de su trayectoria política con el entendimiento, el acuerdo y la búsqueda de la mejor forma de resolver la convivencia entre los españoles”. Es una buena muestra del enfoque que, generalmente, se le ha dado a los estudios sobre la figura del expresidente del gobierno. Y es acertado, desde luego, encuadrar su labor en ese paradigma político del hombre de Estado, muñidor de acuerdos, generador de consensos. El expresidente del gobierno catalán, Jordi Pujol, dijo de Suárez que era “un hombre receptivo y un político con preocupación de Estado”. En esa misma línea, Santiago Carrillo, el todopoderoso secretario general del Partido Comunista de España, dijo de Suárez: “Habiendo empezado a hacer política en el régimen franquista, siempre, desde que le conocí, me dio la impresión de ser un hombre que estaba convencido de que su destino era restablecer la democracia”.

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Por su parte, Felipe González,que mantuvo agrios debates con Suárez, reconoció tras su muerte su talante dialogante, “llegamos a pactar incluso en los momentos de mayor tensión”, afirmó en una entrevista televisiva. Además, en un comunicado hecho público por el PSOE, González afirmó de Suárez que “sus cualidades para el diálogo y el compromiso, desde la fortaleza de su liderazgo”, habían sido claves para que España consiguiera “el marco de convivencia en libertad más importante de nuestra historia”.

Y así podría seguir decenas de páginas, recogiendo declaraciones de políticos, periodistas o historiadores de todo origen y condición. La inmensa mayoría coincide en destacar esos rasgos de tolerancia, apertura y capacidad para el diálogo del presidente Suárez, y no es el objetivo de este trabajo entrar a discutirla. Más que desmitificar, lo que pretendo es ofrecer un análisis por profundización, en busca de hechos o líneas rectoras que permitan comprender el imaginario asociado a la figura de Suárez. Para ello, en el presente artículo, trataré de realizar un acercamiento a Suárez desde la perspectiva ética del concepto de bien. Esto es, me preguntaré si la labor política de Adolfo Suárez estuvo guiada por una convicción profunda, en términos filosóficos, del bien que la consecución de la democracia supondría para la sociedad española. Y, en un sentido más amplio, intentaré encajar esa labor en la teoría política, buscando anclajes con lo que el concepto de bien en política ha supuesto a lo largo de los siglos. Por último, trataré de demostrar el perfil de Adolfo Suárez como hombre de acción, capaz de buscar soluciones originales más allá de los despachos. En este sentido, habrá que dejarle un espacio al carácter ambicioso del presidente, aspecto este que tampoco ocultan casi todos los libros que se han acercado a su figura y que, en él, encajaba con una asombrosa naturalidad.

982796417_850215_0000000000_sumario_normal.jpgLa consecución de la democracia fue fruto del consenso, como tantas veces se ha dicho, pero convendría aceptar que, aunque lo consensuado no es necesariamente lo bueno, en este caso sí lo fue. Es decir, la democracia conseguida fue esencialmente buena, pues tenía —y tiene— un valor moral indiscutible, el valor de los grandes ideales, que diría Chesterton. Se pueden poner objeciones al grado de bien que se consiguió, pero no tanto a que, en términos generales, fue algo bueno. Ese es, por tanto, el objetivo último de este texto: pensar desde las Humanidades la vigencia de la afirmación de que el legado de Suárez es esencialmente bueno.

El espíritu de la UCD

“No es pedir demasiado recobrar el espíritu de la UCD. Es desear un crecimiento del nivel ético de la vida pública, una recuperación ética, tan necesaria”. ¿Tiene razón el periodista Justino Sinova cuando pide una recuperación ética en la vida pública? ¿Qué significa? ¿Por dónde empezó ese crecimiento ético al que se refiere? ¿Con qué medios contó Suárez? ¿Desde qué instituciones lo hizo? ¿A partir de qué presupuestos? Este debate bien podría arrancar con Aristóteles, cuando inició la Ética a Nicómaco afirmando que “toda acción humana libre tiende a un fin bueno. Se ha dicho, por eso, que el bien es aquello que todas las cosas buscan” (1094 a 1-3); o bien, cuando dice en la Política que

«es evidente que toda ciudad es una cierta comunidad y que toda comunidad está constituida con miras a algún bien (porque en vista de lo que les parece bueno todos obran en todos sus actos), es evidente que todas tienden a un cierto bien, pero sobre todo tiende al supremo la soberana entre todas y que incluye a todas las demás. Esta es la llamada ciudad y comunidad cívica (1252a)»

Así comienzan dos de las obras claves no solo para entender el pensamiento político de Aristóteles, sino para suponer que la cuestión está ya en el principio de la reflexión misma. Cabe argüir, entonces, que este debate es consustancial al hombre, al menos, al hombre occidental que fuimos y del que venimos. Y, desde Aristóteles, el debate no ha cesado de sumar adeptos.

Cuenta el periodista Juan Fernández-Miranda en ABC que fue el entonces presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, quien redactó los primeros folios que inspiraron el proyecto de Ley de Reforma Política que finalmente fue aprobado en noviembre de 1976. El preámbulo de ese documento iniciático es revelador:

«La democracia no puede ser improvisada; ha de ser el resultado y el trabajo de todo el pueblo español. Nuestra dura historia contemporánea, desde las Cortes de Cádiz, demuestra que las creaciones abstractas, las ilusiones, por nobles que sean, las actitudes extremosas, los pronunciamientos o imposiciones, los partidismos elevados a dogma, no sólo no conducen a la democracia, sino que la destruyen.»

En realidad, estas frases entroncan con el gran debate al que la historia política ha tratado de responder desde siempre: ¿debe ser la política un instrumento para el Bien? ¿O más bien ha de entenderse como la ciencia de lo posible? Son cuestiones que se abordan en este trabajo desde una doble perspectiva: la histórica, con un breve pero completo repaso al estado de la cuestión en diferentes etapas, y la política, tratando de responder a esa pregunta inquietante pero necesaria: ¿debe ser el político un hombre ético?

«Suárez optaba más bien por la política como el arte de lo posible»

Da la impresión, leyendo aquel preámbulo a la ley que demolió el franquismo, de que Suárez optaba más bien por la política como el arte de lo posible. Suárez hizo suyo el texto de Fernández-Miranda y eso de descreer de las “construcciones abstractas” le posiciona entre los que, obedeciendo a una cierta actitud conservadora, se inclinan por “lo real frente a lo posible”. Se trata, en definitiva, de una actitud que mira la tarea de gobernar como algo específico y limitado, atendiendo a los medios, a lo concreto. Y es que, como afirma Oakeshott en su ensayo ¿Qué es ser conservador?:

«Tendemos a pensar que no ocurre nada importante a menos que se produzcan grandes innovaciones, y que aquello que no mejora debe estar deteriorándose. Existe un prejuicio positivo en favor de lo que aún no se ha probado. Suponemos fácilmente que todo cambio es, en cierta medida, para mejor, y nos convencemos sin dificultad de que todas las consecuencias de nuestra actividad innovadora significan progreso o, al menos, el precio razonable que debemos pagar para obtener lo que deseamos».

Un conservador no se opone al cambio, pero sí a cualquier cambio. Pues, dicho de otra manera, no todo progreso lleva consigo una evolución. Merecería un análisis mucho más profundo la catalogación de Suárez como hombre conservador, sobre todo para diferenciarlo de los postulados defendidos en su tiempo por Alianza Popular, pero sí parece obvio que compartía alguna de sus prioridades.

Del regate corto a la Ley de leyes

El periodista Luis Herrero dice de Suárez que “era un maestro del regate en corto (…). Eso no quiere decir en absoluto que no tuviera convicciones —las tenía— o que no supiera a dónde quería ir a parar. Lo sabía muy bien. Pero también sabía que, en política, el mejor camino, a menudo el único transitable, casi nunca es la línea recta. No es siempre bueno decir toda la verdad”. Lo cierto es que, más allá de etiquetas, Suárez era un político en sentido estricto, con ese saber específico para lo político al que se refiere Isaiah Berlin cuando afirma, en relación a la acción del buen político que

«Su mérito es que captan la combinación única de características que constituyen esa situación particular; esa y no otra. Lo que se dice que se puede hacer es entender el carácter de un movimiento determinado, de un individuo determinado, de un estado único de cosas, de una atmósfera única, de una combinación singular de factores económicos, políticos, personales».

Es decir, en política se puede -y debe hacer- aquello que es posible según unas circunstancias posibles y según un momento concreto. Esta idea sirve para matizar un objetivo secundario de este artículo, que es mostrar la evidente complejidad del proceso político de la Transición. No es sensato, como se pretende desde interpretaciones políticas contemporáneas, hacer lecturas simplistas y maniqueas de un proceso tan lleno de matices y claroscuros, tan ambiguo como decisivo en la historia reciente de nuestro país. Por eso, me propongo hacer un análisis sucinto, ceñido tanto a las cosas que sucedieron como a las consecuencias que, efectivamente, han tenido.

vida-Adolfo-Suarez-imagenes_TINIMA20140321_0240_3.jpgQue la democracia conseguida en la Transición fue buena es algo que, en la España de 2017, confrontan tanto los representantes de la nueva izquierda como los sectores independentistas. Quizá en la coincidencia de esos sectores, que discuten la misma existencia de la nación española, reside el principal reto que España deba afrontar en su futuro inmediato. Pero, muy probablemente, ni siquiera el empuje de esos sectores, alimentados dramáticamente por las consecuencias de la última crisis económica, pueda acabar oscureciendo el juicio que la Historia venidera realice de la Transición política y de uno de sus principales artífices, Adolfo Suárez. Y es que, como afirmó el rey Felipe VI en el solemne acto de apertura de la presente Legislatura, “nunca podremos agradecer suficientemente la valentía y la generosidad de aquellos que, con el dolor y la memoria todavía vivos en su alma, pusieron todo su corazón, toda su fuerza, para lograr, por fin, la reconciliación entre españoles y la democracia en España”.