Lo más preocupante del desafío soberanista impulsado hace cinco años por el gobierno autonómico de Cataluña es el uso que hacen de él quienes pretenden destruir la idea de España como nación liberal. Es decir, siendo grave que, desde una parte de España, se pretenda su dilapidación con arteras estrategias, promoviendo la insurrección y alentando la violencia callejera, lo es más aún que esa dinámica haya sido aprovechada por esa parte de la izquierda española que nunca ha aceptado las reglas del juego que nos dimos en la Transición Política.
El nacionalismo, esa ideología que explota los afectos y que, como ha dicho Mario Vargas Llosa, tanto sufrimiento ha causado en los últimos dos siglos, tiene en Cataluña un aditivo especial: el de la transversalidad ideológica. Es decir, que el viejo axioma izquierda-derecha, tan demolido, es cierto, en el esquema postsoberano de nuestro tiempo, ha sido suplantado por un debate identitario de tinte xenófobo: desde las barricadas de la CUP hasta los bufetes de abogados de Convergencia se repite el binomio buen catalán-mal catalán. La masiva manifestación del pasado domingo en Barcelona volvió a demostrar el éxito de este esquema racista. El diputado de Esquerra Gabriel Rufián tuiteó: “Hoy hemos aprendido que la famosa mayoría silenciosa catalana ni es mayoría, ni es silenciosa, ni es catalana”. Es decir, que los catalanes que salieron a la calle no son catalanes, no tienen esa categoría especial, ese RH particular que les asemeja más a los franceses, como dijo el también republicano Oriol Junqueras (“los catalanes tienen más proximidad genética con los franceses que con los españoles”, publicó en 2008). En realidad, fue el padre del nacionalismo catalán moderno, Jordi Pujol, quien postuló sin tapujos este racismo identitario cuando dejó dicho: “El hombre andaluz no es un hombre coherente. Es un hombre anárquico. Es un hombre destruido. Es, generalmente, un hombre poco hecho, un hombre que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual”.
«González, Aznar y Zapatero pensaban en el siguiente presupuesto mientras Arzallus y Pujol sacaban filo a los cuchillos.»
Pero la deriva de ese nacionalismo xenófobo y transversal era previsible. Lo era desde la Constitución, donde la verdad histórica perdió el pulso ante la necesidad del pacto. Puede que en aquel tiempo fuera necesario el acuerdo nacional, que incluso pueda ser justificable la inclusión de ese concepto tan arbitrario como inclasificable de “nacionalidad histórica”. Pero conviene entender que por esa puerta entreabierta a la desigualdad se han colado desde entonces las insaciables garras del nacionalismo. Los distintos gobiernos se han ido incluso aprovechando de ello. Han pactado con Peneuvistas y convergentes mientras estos afilaban los dientes. González, Aznar y Zapatero pensaban en el siguiente presupuesto, mientras Arzallus y Pujol sacaban filo a los cuchillos, entrenaban a su ejército y coleccionaban competencias para poder seguir quejándose. Los unos sonreían felices acomodados en el vergonzoso éxito del corto plazo; los otros, sembraban el terreno.
Pero, decía, lo más grave del desafío actual no es que el monstruo actúe como lo que es. Hay que combatirlo con la ley y con la verdad (esa palabra tan bella que la posmodernidad elude, esa a la que han sustituido con el eufemismo blando del “relato”), sin decaer en el intento, con firmeza y diplomacia. Sin embargo, lo determinante es el aprovechamiento que la izquierda no alineada con la Constitución está haciendo del marasmo en el que parece encontrarse la nación española.
El daño que Podemos le está haciendo a este país –al país de nuestros padres, el que surgió del abrazo fraternal de 1978- es terrible. Sus consecuencias son imprevisibles. El partido de Pablo Iglesias está soplando sobre la vela que ha encendido el nacionalismo catalán, como antes lo hizo con el fuego dramático del independentismo vasco. Pablo Iglesias dijo: “La Constitución que se instaura en este país no instaura una suerte de reglas del juego democráticas, sino que de alguna manera mantiene una serie de poderes que, de una forma muy lampedusiana -cambiarlo todo para que todo siga igual-, permitieron la permanencia de una serie de élites económicas en los principales mecanismos y dispositivos de poder del Estado español”. Y añadió: “Me gusta contar esto aquí –estaba en una herrikotaberna-, porque quien se dio cuenta de eso desde el principio fue la izquierda vasca y ETA”. Podemos nace para sublevar el orden constitucional de 1978 y su Constitución, a la que Iglesias llamó “papelito” en la citada conferencia. Por eso apunta al PP como único enemigo y trata de acariciar la eterna mala conciencia de parte del PSOE, por eso alienta a todo lo que se oponga a ese sistema de libertades, a esa idea nacional de España, a esa concepción liberal de nuestro estado de derecho. Y por eso, ahora, Podemos se ha lanzado en brazos del nacionalismo catalán con la esperanza de que esta llama acabe por incendiar el bosque y poder así, al fin, reinar sobre las cenizas e instaurar un nuevo orden.
«El daño que Podemos le está haciendo a este país –al país de nuestros padres, el que surgió del abrazo fraternal de 1978- es terrible.»
Cuando el Partido Comunista aceptó la bandera nacional, la Constitución y al Rey, dio impulso decisivo a la consolidación de la democracia española. Pero, al mismo tiempo, propició una herida en una parte de la izquierda española que ha permanecido latente durante cuarenta años. Esa herida ha terminado por expandirse: ya no es una minoría, incluso el viejo PC, integrado en Izquierda Unida, ha acabado por aceptar implícitamente el error de Carrillo y se ha diluido en la gran madre de todas las revanchas, que es Podemos. Reniegan de sus mayores y, aprovechando el terrible impulso que les dio la reconversión socialista que promovió Rodríguez Zapatero, vuelven a situar el origen de la democracia española en la segunda república, tergiversan peligrosamente la Guerra Civil y recrean una historia que nunca existió para reclamar un país utópico que, afortunadamente, nunca llegó a constituirse.
Por todo ello, urge que el PSOE, que es el muro que nos defiende del invierno, resista con firmeza. Porque no se trata de la izquierda y la derecha, o del nacionalismo –al que ganaremos, no cabe duda, por mucho sufrimiento que cause-, se trata de España, de lo que somos, de nuestra democracia liberal, europea, abierta y respetuosa. Es eso lo que está en juego. Que las ramas de la CUP no nos impidan ver el fondo del bosque, donde reside, escondido, el verdadero pirómano de nuestra democracia.
*Artículo redactado para Compartiendo Inquietudes, donde se publicó originalmente.