La aspiración ética de Adolfo Suárez (IV): el bien en la teoría política contemporánea

Antes de contar algunas cosas de la vida de Adolfo Suárez, conviene concluir el recorrido histórico por la ética en la teoría política situándonos en el momento actual: triunfa la posverdad y los nuevos populismos recorren Occidente.

Visto este somero recorrido histórico, queda apuntar algo sobre la situación actual de la cuestión. La evidente transformación que ha supuesto en la sociedad la aparición de internet ha tenido su traslación al mundo político. No solo la revolución tecnológica explica la consumación del hombre transparente —siguiendo a Byung-Chul Han— de nuestro tiempo, pero sí ha sido un factor decisivo para consolidar este tiempo fugaz, soluble y ligero, líquido, utilizando el feliz hallazgo de Zygmunt Bauman.

El Diccionario Oxford designaba en el año 2016 el neologismo posverdad como la palabra del año. El término no está recogido aún en el diccionario de la RAE, pero para Oxford viene a referir “circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Para explicar el éxito de este neologismo se utilizan habitualmente dos ejemplos: la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses y la más sorpresiva aún victoria del Brexit en el Reino Unido. Ambos fenómenos tuvieron su explicación en la difusión de ideas —alejadas de la realidad, desleales con los hechos— tendentes a generar emociones concretas en los votantes.

El ciudadano occidental medio tiende a valorar como más fiable la emoción concreta que le genera algo que la veracidad de los hechos.

Este fenómeno de la posverdad explica perfectamente las características sociológicas de una sociedad dominada por lo emocional frente a lo racional. El ciudadano occidental medio tiende a valorar como más fiable la emoción concreta que le genera algo —ya sea un programa de televisión o un mensaje político— que la veracidad de los hechos. El cine, la literatura, la política y, especialmente, la publicidad, utilizan el lenguaje para generar emociones que puedan traducirse en acciones: una compra, una opinión, un voto. Lo racional está pasado de moda, parecería propio de mentes rancias y retrógradas; se lleva lo que me hace sentir bien en este momento, lo que me es útil para afrontar una situación puntual.

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López Quintás apuesta por la “libertad de la inteligencia” frente a las “falsificaciones en cadena emboscadas en medias verdades”.

Esta sociedad emotiva e infantil está peor preparada para tomar decisiones libres. Porque la verdadera libertad reside en poder descubrir la enorme mentira que se esconde en la utilización de algunas palabras. Siguiendo lo escrito por el filósofo español Alfonso López Quintas en sus estudios sobre la manipulación, “la estrategia del lenguaje produce en quien no está sobre aviso una especie de esclerosis mental que lo calcifica y lo deja inerme ante el profesional de la lucha ideológica”. En este sentido, el autor apuesta por la “libertad de la inteligencia” frente a las “falsificaciones en cadena emboscadas en medias verdades”.

Todo esto tiene una evidente traslación al mundo político. La exaltación de lo emocional para generar miedo en relación a la inmigración puede estar detrás de la victoria de Trump y del Brexit, pero también podría haber funcionado en sentido contrario: el discurso de la inmigración libre y absoluta, sin límites ni fronteras, auspiciado bajo parámetros de aparente solidaridad, puede llegar también a generar simpatías irracionales. El caso es dirigir una opinión concreta atendiendo al lado más instintivo del hombre. Los nuevos populismos —movimientos políticos que han explotado tras la crisis económica de 2008 y que propugnan un cambio desde la transversalidad ideológica— centran sus discursos en diagnósticos más o menos universales para, con un gran despliegue mediático, esconder las soluciones que proponen y que, casi siempre, tienen su origen en las más trasnochadas y anacrónicas ideologías del siglo XX. Así, Le Pen, Trump, Mélenchon o Iglesias aparentan representar realidades muy distintas pero, en cambio, sus mensajes apocalípticos y de rechazo frontal a un supuesto sistema injusto, coinciden en numerosas propuestas: proteccionismo económico, imperio de lo local frente a estructuras supranacionales, apuesta por mecanismos de participación directa en asuntos más o menos accesorios, aumento del gasto público y, sobre todo, sustitución del concepto de ciudadano —símbolo de la democracia liberal— por conceptos más abstractos e impersonales como gente o pueblo. Además, se trata de movimientos que, aprovechándose del dolor evidente producido por la crisis en millones de personas, busca transformar sus lágrimas en votos sin pasar por su cabeza. Se sentimentaliza la política y se promete una solución que supere el viejo esquema izquierda/derecha o conservador/progresista que, a juicio de estas formaciones, ya no funciona. Así, se presentan como lo nuevo frente a lo viejo, desideologizando sus propuestas y, aparentemente, con la capacidad de aglutinar a personas de ideas muy diferentes.

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Los nuevos populismos se presentan como lo nuevo frente a lo viejo, desideologizando sus propuestas y, aparentemente, con la capacidad de aglutinar a personas de ideas muy diferentes.

Sin embargo, en los últimos años, un nuevo fantasma recorre Europa: la evidente pérdida de peso de los nuevos partidos, incapaz de asumir las nuevas condiciones de juego de la democracia, está encontrando nuevas alternativas más allá del populismo. Una serie de partidos, aparentemente europeístas, claramente socialdemócratas y, en teoría, más liberales que las tradicionales fuerzas conservadoras, ganan peso. El ejemplo más poderoso de esta nueva forma de política es el partido En Marche, que en apenas un año de vida le ha servido a Enmanuel Macron para llegar a la presidencia de Francia y reorganizar el espacio ideológico y político del país. Su triunfo, según el diario El País, supone el éxito de una “alternativa racional y europea al presidente de Estados Unidos, Donald Trump”.

¿Izquierda-Derecha? ¿Populismo-liberalismo? Veremos si el viejo paradigma resiste a la nueva era de la política sensible y efímera o si, en este tiempo de posverdad y Twitter, el nuevo debate pasa por nuevas fórmulas. Lo que parece evidente es que el nuevo ciudadano siente más que piensa, madura mucho más tarde y, en general, es más volátil a la hora de tomar decisiones.

Así concluye, de momento, el viaje histórico por la aplicación ética de la política. Hemos analizado cómo se ha teorizado sobre lo que significan aspirar al bien en el pensamiento clásico (aspiración al bien del gobernante, calidad personal) y, como, en la Modernidad, esa aspiración al bien se da a través del Estado. Hemos visto que en la etapa contemporánea se vuelve a tomar conciencia de que la aspiración al bien no solo depende de la acción del Estado, sino de nuevos estados de excepción que generan oportunidades para la acción política. Aquí es donde se enmarca la figura de Adolfo Suárez, el hombre de acción que puso orden, aplicando las reglas propias de lo político, a un momento de excepcionalidad institucional y social

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La aspiración ética de Adolfo Suárez (III): de la guillotina al materialismo

Si no fuera porque se hizo dentro de la ley, la Transición bien pudiera pensarse como un “estado de excepción” donde un grupo de hombres tuvieron que crear normas ordenadoras. Desde luego, Suárez se vio inmerso en ese proceso de resurgimiento de lo político; en ese contexto había que empezar algo nuevo mediante la acción política. Y es en ese campo de juego, que necesita de más instrumentos que la razón y la ley, donde se aplica la categoría de Suárez como hombre de acción. De este modo, la figura de Adolfo Suárez se encuadra, dentro de este breve recorrido histórico por la teoría política y su aspiración ética, en ese momento de finales de siglo en el que, en una situación concreta de singular complejidad, en el que lo político aparece como un concepto autónomo, con sus propias reglas.

La Modernidad trajo consigo el endiosamiento del hombre y, por tanto, la creencia de que su gobernabilidad dependía de sus propias fuerzas. Y esto no solo tiene su traslación al modo en que se organiza el Estado, lo cual, en su absoluta diferenciación del poder espiritual, puede tener su lógica, sino que supone, también, expulsar a Dios de la vida concreta de cada hombre. Y si no hay Dios y, por tanto, no hay un sustento último de los conceptos de bien y de mal, ¿qué me impide actuar de una u otra manera?, y más importante para el tema de este epígrafe, ¿qué se lo impide al gobernante? ¿La pura conveniencia?, ¿El mero derecho positivo? ¿O acaso un contrato? Empecemos por el principio.

El siglo XVI había dejado un mundo cada vez más grande. El imperio español había asentado su poder en Europa, pero también en el nuevo mundo, a donde barcos auspiciados por los Reyes Católicos habían llevado el Evangelio y, con ello también, la romanización (la concreción de la ley, el concepto de ciudadanía, la lengua común). Carlos I y Felipe II habían continuado la obra de Isabel y Fernando y siguieron expandiendo los límites del imperio.  Lo hicieron bajo la premisa de promover la Cristiandad, que es el nombre, en realidad, que mejor se asemeja a la Europa Occidental.

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La evangelización de los nuevos territorios fue la principal intención del descubrimiento de América, como dejó claro la Reina Isabel en su testamento.

El siglo XVII comienza con grandes cambios. Los Austrias menores no consiguen mantener la gloria del imperio español, que empieza a decaer ante el empuje de británicos y franceses. Y, en lo político, comienza a ponerse en juego un tablero diferente, en el que los actores van definiéndose cada vez más desde la razón de Estado, en referencia a “un Estado territorial de carácter institucional”, el propio de la Edad Moderna. Según Abellán, “la teoría del Derecho natural de los siglos XVII y XVIII es un lugar adecuado para averiguar qué se entendía por política (…), ya que el Derecho natural se ocupaba de establecer con argumentos racionales los deberes de los ciudadanos para con el Estado y para con los demás”. Este racionalismo en la política no solo desplaza a Dios, que podría incluso resultar coherente en la necesaria separación de poderes, sino que le busca un sustituto en la razón de Estado y, finalmente, en el propio hombre, que empieza a construirse como artífice de todo.

Carlos I y Felipe II habían continuado la obra de Isabel y Fernando y siguieron expandiendo los límites del imperio.

Ahora bien, es absolutamente cierto que la organización política de los nuevos estados necesitaba de un orden y una jerarquía que excedía las capacidades del príncipe cristiano. ¿Cómo afrontar ese nuevo modo de hacer política? Hobbes, Descartes, Bacon o Locke aportan soluciones distintas, aunque todas en clara ruptura con el razonamiento aristotélico que, con las matizaciones introducidas por el humanismo cristiano, venía imperando los últimos veinte siglos de historia.

Thomas Hobbes (1588-1679) y su Leviatán, padres del absolutismo político y de la concentración del poder frente a la distribución del poder medieval, afirman que el hombre, naturalmente, tiende al caos y al desorden, al enfrentamiento y que, por eso, en el estado político las personas deciden organizarse en supeditación hacia un líder que busca el beneficio de todos. Ese fundamento de autoridad está en la base, para Hobbes, del Derecho.

Rene Descartes (1596-1650), por su parte, elimina el rasgo científico de la política y la reduce a mera probabilidad, a aquellas decisiones que son más probablemente buenas que otras. Producto de su duda filosófica, Descartes niega la existencia de verdades primeras, como afirmó Aristóteles.

Francis Bacon (1561-1622) está considerado como uno de los padres del método científico moderno. En sus referencias políticas, el filósofo inglés cree que esta poco tiene que ver con lo demostrable (con lo contrastable empíricamente), y sí con la opinión.

John Locke (1632- 1704), seguidor de Bacon, está considerado el precursor del contrato social, ya que el poder político “se obtiene a través de un acuerdo y está sujeto a la condición de que ha de emplearse en beneficio de sus súbditos, para asegurarles la posesión y el uso de sus propiedades”, con lo que rompe con Aristóteles y su afirmación de la natural sociabilidad humana.

Como vemos, por tanto, se trata de que el desarrollo teórico —no práctico, aunque luego pueda tener repercusiones en el ámbito de la acción libre— del concepto de política queda transformado, pues esta ya no se concibe como algo que se basa en la naturaleza de las cosas sino, más bien, en la opinión probable y la razón de estado.

La gran ruptura vino acompañada de sangre y tuvo dos momentos centrales: la Revolución Francesa y el Manifiesto Comunista.

Ahora bien, la gran ruptura vino acompañada de sangre y tuvo dos momentos centrales: por un lado, la Revolución Francesa, donde las capas populares asumieron el poder mediante el empleo de la fuerza y, por otro, las revoluciones marxistas que, inspiradas en el Manifiesto Comunista, aplicaron a la política la deshumanizada visión del materialismo filosófico.

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La Revolución Francesa supone el punto de partida de la Edad Contemporánea

Aunque la Edad Moderna, como hemos visto, había traído la supeditación de lo moral a las necesidades del Estado, a lo útil, lo cierto es que “en la Enciclopedia Francesa (1751-1772) se mantienen los elementos básicos del pensamiento tradicional aristotélico”. La antropología ilustrada, de hecho, partía del hombre como animal pasional y su ideal de sociedad era una en la cual los individuos se comportasen virtuosamente por su propio interés. Incluso pensadores como Kant o Humboldt mantenían la tesis de que la moral debía mantener su lugar preeminente. Pero, ¿qué moral? En Francia, Voltaire publica un Diccionario Filosófico (1764) en el que afirma que la moral es la misma en cada hombre que hace uso de su razón. Paralelamente, Rousseau publica El contrato social (1762), en el que dice que el hombre nace libre aunque viva encadenado en todos lados, una obra fundamental para entender los acontecimientos posteriores y en la que Rousseau se planteaba “unir siempre lo que dicta el derecho con lo que dicta el interés, a fin de que no estén separadas la utilidad y la justicia”.

Ahora bien, la justicia puede ser inútil para un Estado, pues ¿puede mandar un gobernante un ejército a salvar a un solo hombre? ¿No es un gasto humano y material absolutamente inútil? No lo es si uno no asume que una vida vale la pena, pero ¿puede fundamentarse una asunción así en la sola razón?

Más aún, enfrentemos la afirmación de Rousseau al testamento de Isabel la Católica. Dice esta:

Ytem. Por quanto al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas e tierra firme del mar Océano, descubiertas e por descubrir, nuestra principal intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro sexto de buena memoria, que nos fizo la dicha concession, de procurar inducir e traher los pueblos dellas e los convertir a nuestra Santa Fe católica, e enviar a las dichas islas e tierra firme del mar Océano perlados e religiosos e clérigos e otras personas doctas e temerosas de Dios, para instruir los vezinos e moradores dellas en la Fe católica, e les enseñar e doctrinar buenas costumbres e poner en ello la diligencia debida, según como más largamente en las Letras de la dicha concessión se contiene, por ende suplico al Rey, mi Señor, mui afectuosamente, e encargo e mando a la dicha Princesa mi hija e al dicho Príncipe su marido, que ansí lo hagan e cumplan, e que este sea su principal fin, e que en ello pongan mucha diligencia, e non consientan e den lugar que los indios vezinos e moradores en las dichas Indias e tierra firme, ganadas e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas e bienes; mas mando que sea bien e justamente tratados. E si algún agravio han rescebido, lo remedien e provean, por manera que no se exceda en cosa alguna de lo que por las Letras Apostólicas de la dicha concessión nos es inyungido e mandado.

La evangelización de los nuevos territorios fue la principal intención del descubrimiento. ¿Qué utilidad podía haber en tal afán? Por supuesto, la conquista de la nueva España trajo consigo incontables beneficios económicos a la corte castellana, y fueron muchos los comerciantes que se enriquecieron. Pero, sin embargo, al final de su vida, la Reina se ve en la obligación de recordar a sus herederos que deben mantener el propósito principal de la misión, que no es otro —y esto es lo justo, lo aparentemente inútil, en términos roussonianos— que instruir a los indios en la fe católica.

La Revolución Francesa supone, para la historiografía clásica, el punto de partida de la Edad Contemporánea, la ruptura con el poder terrenal de la Iglesia, con el feudalismo y demás estructuras del Antiguo Régimen, y el surgimiento de una nueva legitimidad popular frente a los reyes que gobernaban por mandato divino. No es este el lugar de analizar las causas y consecuencias históricas del convulso periodo revolucionario, pero sí para destacar lo trascendente del cambio de concepción sobre el término “libertad” que introduce la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, documento aprobado por la Asamblea Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789. Dice esta que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, pero trata de circunscribir esa libertad a aquello “que no perjudica a nadie”. Desde luego, la Declaración introduce avances fundamentales en cuanto a la consecución de nuevos derechos civiles, pero conviene señalar también la estrecha mirada que aplica al concepto de libertad: si es libre aquel que no perjudica a otro, es que la libertad es un bien que se agota.

La Constitución de Cádiz de 1812 intenta insertar la nueva nación liberal con la tradicional y humanista mirada trascendente de la existencia.

Las aportaciones de la Revolución Francesa al concepto de ciudadano son abundantes. Se trata ya de un individuo que, legalmente, adquiere dimensión propia frente al gobernante, cuyo poder, además, deja de tener un origen divino. Aunque no en todo caso fue así. Como comentaré más adelante, tiene sentido entender cómo, en España, primer país en el que se acuña el término liberal, la Constitución de Cádiz de 1812 intentase insertar la nueva nación liberal con la tradicional y humanista mirada trascendente de la existencia. Así, la Constitución más avanzada de su tiempo, en la que se recogen una serie de derechos como la libertad personal o la propiedad privada, insiste en cambio en la confesionalidad del Estado y empieza el desarrollo de su articulado con la siguiente afirmación: “En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo autor y supremo legislador de la sociedad”.

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La homogeneización de la sociedad -producto de la aplicación de la doctrina marxista-, vino acompañada de una brutal represión. El Estado pasó a ser el padre protector de todos.

Sin embargo, la presencia de Dios en la vida de los ciudadanos, aunque real en el día a día, empieza a ser desplazada por dos sustitutos poderosos, emanados ambos de la conciencia autosuficiente del hombre moderno: el capital y la ideología. En el segundo caso, hay que situarse en el mes de febrero de 1848, fecha en la que aparece en Londres la primera edición de El manifiesto comunista, de Karl Marx y Friedrich Engels. La idea central de la obra, formulada sobre el trasfondo del materialismo histórico, es que “toda la historia de la sociedad humana, hasta el día, es una historia de lucha de clases” para la que el comunismo, “ese fantasma que recorre Europa”, da una solución socializadora y violenta: “Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos solo pueden alcanzarse derrocando, por la violencia, todo el orden social existente”.

Esa revolución violenta no tuvo una fácil acogida en el mundo occidental. Las revoluciones liberales de mediados de siglo confrontaron con estructural crudeza la brecha entre ambas miradas sobre el mundo. Hubo que esperar al primer cuarto del siglo XX para ver los primeros experimentos comunistas. Y un poco más para constatar su brutal fracaso a la hora de ponerlo en práctica en la llamada Unión Soviética. Pero, en todo caso, el comunismo vino a sustituir a la religión, la ideología del Estado pasó a ser el mantra diario de millones de personas a las que, en aras de la igualdad, se les libró de la libertad más importante de todas, aquella que nos es propia por nuestra dignidad de personas humanas. La homogeneización de la sociedad vino acompañada de una brutal represión. El Estado pasó a ser el padre protector de todos, aquel que da trabajo y ordena qué comer y cuando hacerlo; el que decide qué vestir, qué periódico leer y, al final, qué hacer cuando nada hay que hacer. Al evidente colapso financiero de cualquier sociedad estatalizada, hay que sumar la también evidente condena interior a la que se ve sometido el ciudadano, al que se despoja de su inherente dignidad bajo el pretexto de hacerle igual que al vecino. Y eso a pesar de que el proyecto de Marx es, en principio, emancipador, pues cree que al eliminar el estado burgués —mediante “una revolución social que elimine lo político”— se logrará aumentar la autorrealización de la persona.

La sociedad europea de mediados del siglo XX asistía, abrumada por la reciente brutalidad de las dos grandes guerras, a un futuro desconcertante; el mundo había avanzado mucho en lo técnico, pero ese progreso que parecía ilimitado había acabado consolidando a ideologías tiránicas —nazis, fascistas, comunistas—, las mismas que habían provocado millones de muertos. En febrero de 1947, el antiguo embajador estadounidense en la URSS, William C. Bullit publicaba un libro en el que afirmaba:

«La humanidad ha progresado mucho más en el campo de la moral, bajo la dirección de los prohombres religiosos, que bajo la jefatura de los líderes estatales. La moral es individual antes de llegar a ser colectiva. La religión y la política pueden colaborar, en estrecho contacto, en la tarea de elevar el nivel moral de la humanidad, menester que ha adquirido importancia vital con la existencia de la bomba atómica».

Después de tres décadas de decadencia absoluta del hombre que se creía invencible, surge de nuevo la mirada trascendente. Desde luego, hay que enmarcar esta tesis en la concepción anglosajona más pura, pero sin duda la cita, cargada de simbolismo, tiene valor histórico.

Decíamos que dos ideologías sustituyeron a Dios a mediados del siglo XIX. La otra, el liberalismo, en su vertiente económica, derivó en el capitalismo. Sin embargo, ¿qué es el liberalismo puro y simple, digamos el liberalismo clásico?, se pregunta Sartori; y se responde: “es la teoría y la praxis de la libertad individual, de la protección jurídica y del estado constitucional”. En realidad, es una llamada a la diferencia natural que nos constituye como hombres, en clara oposición al igualitarismo ordenado desde arriba que propugna el socialismo clásico. Sartori hace una interesante diferenciación entre demócratas (que buscan “la integración social”) y liberales (que “aprecia la iniciativa y la innovación”), ya que “el liberalismo gira en torno al individuo y la democracia en torno a la sociedad”. Como manta integradora de ambos mundos aparece la democracia liberal, ese gran paraguas sintáctico en el que se refugia desde hace cien años la mayor parte de la civilización occidental. No decimos, por tanto, que el capitalismo cause la decadencia de nuestra civilización, sino más bien que ello se debe a la totalización de sus formas al conjunto de la vida humana.

La autonomía de lo político frente a la política

Por último, conviene concluir este epígrafe atendiendo a la diferenciación entre lo político y la política, de la que hablábamos al principio del capítulo, ya que esa distinción es la que nos permite integrar la figura de Adolfo Suárez en este breve recorrido histórico. Aunque muchos pensadores intuyeran esta diferencia, fue Carl Schmitt el primero en teorizarla para intentar “salvar” la realidad de la política de su absorción por la economía, el derecho y la administración burocrática. En el origen de lo político, sostenía, hay un primer momento no jurídico; hay, dirá, un acto de la voluntad que pone un orden como podía haber puesto otro. Si no fuera porque se hizo dentro de la ley, la Transición bien pudiera pensarse como un “estado de excepción” donde un grupo de hombres tuvieron que crear normas ordenadoras. Desde luego, Suárez se vio inmerso en ese proceso de resurgimiento de lo político; en ese contexto había que empezar algo nuevo mediante la acción política. Y es en ese campo de juego, que necesita de más instrumentos que la razón y la ley, donde se aplica la categoría de Suárez como hombre de acción. Es el momento de ejercitar la acción política, no de aplicar positivamente una serie de leyes o decretos, y de buscar ideales que guíen la acción, vengan o no dictados por el marco de la situación presente.

De este modo, la figura de Adolfo Suárez se encuadra, dentro de este breve recorrido histórico por la teoría política y su aspiración ética, en ese momento de finales de siglo en el que, en una situación concreta de singular complejidad, en el que lo político aparece como un concepto autónomo, con sus propias reglas. La clave de los gobiernos de Suárez fue, en este sentido, saber actuar más allá de la mera aplicación de un ordenamiento jurídico.

La aspiración ética de Adolfo Suárez (II): El bien en la teoría política clásica

En este segundo capítulo sobre la aspiración ética de Adolfo Suárez se aborda el modo en que el mundo clásico, de Aristóteles a Maquiavelo, ha tratado el concepto de bien.

* Seguiremos en esta parte del artículo, como fuente fundamental, el manual Política, conceptos políticos fundamentales, de Joaquín Abellán, que realiza un preciso recorrido por la historia de las ideas políticas. Por supuesto, iremos añadiendo otras referencias para encuadrar el análisis sobre la idea de bien en la teoría política.

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El mundo clásico cifraba el buen gobierno en función de la calidad personal del gobernante; por eso, este debía ser el mejor de la comunidad, un hombre sabio. En cambio, la teoría política de la Modernidad, aunque sigue pensando en términos de buen gobierno, entiende que la calidad ética del político no es suficiente.

Como veremos enseguida, con Maquiavelo hay una clara ruptura en el concepto de política. Sus consejos a los príncipes cristianos marcan un antes y un después en la política, concebida ahora como una actividad orientada a unos fines concretos —el mantenimiento del poder es el primero de ellos— que se presentan separados de la moral. La Ilustración y su racionalismo —o la Modernidad, en términos generales— ha creado un nuevo concepto de política al servicio de lo útil, de aquello que sirve para algo. Sin embargo, “también siguen estando presentes las viejas preguntas de Aristóteles sobre los fines a los que debe aspirar la comunidad política y sobre los criterios con que medir sus realizaciones”. Parece que la preocupación ética no es tan fácil de desterrar. Y añade Abellán: “la doble idea de la política como conocimiento y como acción sigue estando igualmente presente” en la reflexión contemporánea. Es decir, existe una ciencia política, que se desarrolla como teoría desde la Grecia clásica, que tiene una lógica interna y una evolución concreta, y existe también la acción política, dos polos que el pensamiento actual parece haber deslindado sin conseguirlo del todo. Veremos como la figura de Adolfo Suárez encaja con suavidad en un perfil teórico determinado y como su labor, su acción política, tiene sentido más allá de la utilidad práctica de sus fines. Es decir, se verá como, en general, las decisiones adoptadas por el político español estaban encaminadas a la consecución de algún tipo de bien para la comunidad.

Veremos como la figura de Adolfo Suárez encaja con suavidad en un perfil teórico determinado y como su labor, su acción política, tiene sentido más allá de la utilidad práctica de sus fines

Pero conviene, además, encuadrar la figura de Adolfo Suárez dentro de lo que Abellán entiende que es el retorno de lo político en la filosofía contemporánea, asumiendo que “lo político no describe acciones políticas, sino la dimensión simbólica de lo social”, esto es, un significado profundo que mueve a actuar por conseguirlo. En realidad, lo que queda definido desde la segunda mitad del siglo XX es ese nuevo campo de juego de lo político, con autonomía de la política. Lo político tiene sus reglas, su modo de ser anclado en la realidad de cómo son los hombres, como ha quedado acreditado a lo largo de una compleja historia que se analiza en las próximas páginas. Y, en todo caso, la figura de Adolfo Suárez, eje central del estudio, tiene su reflejo en este esquema de lo político: sus acciones aceptan las reglas del juego, y se orientan, como veremos, a la consecución de un bien mayor en un momento histórico concreto, lleno de posibilidades, como fue la Transición política española.

La política empieza su andadura teórica pareciéndose mucho a la salvaje ley animal del más fuerte. Y tiene sentido que así fuera: donde no hay razón, hay primero mito e instinto. Incluso donde hay razón e inteligencia, pero aún no ha habido un desarrollo filosófico serio, lo que impera son las evidencias naturales más primitivas. “No hemos sido los primeros en establecer tal principio, sino que desde siempre está instituido que el más débil sea sometido por quien es más poderoso”, les dicen los atenienses a los lacedemonios.

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El debate posterior en la Grecia clásica ya se sustenta en parámetros más conocidos: la verdad, la justicia, la honestidad. Todavía sostiene Platón en La República que “lo justo es lo mismo en todas partes: la conveniencia del más fuerte” (338 c), pero ya sin vuelta atrás en Grecia se empieza a hablar del bien como objeto de la política, o al menos de la acción de los gobernantes. Así, escribe Abellán que en una conversación entre Sócrates y Calicles descrita por Platón en Gorgias, “aquel le expone su concepto de la política como una actividad cuyo objeto es hacer mejores a los ciudadanos”. La transición, ampliamente documentada, del mito al logos, tiene también su lógica traslación a la teoría política. De nuevo Abellán: “para Sócrates, si la Política quiere convertirse en el único arte que, siendo útil, brinde además felicidad, tiene que hacer sabios a los ciudadanos, es decir, tiene que conducirlos a que participen de la vida racional”. Así, la racionalidad llega a la política y, de esta manera, a la ética, ya que “el hombre, merced a la inteligencia y la voluntad libre, es un ser capaz de dar finalidad a sus acciones (…) El hombre debe buscar y conseguir un bien para el que no está predeterminado”. Pero una política así entendida, como la actividad más elevada y superior, en términos platónicos, debe estar sustentada en el conocimiento. De ahí que, para él, el político deba ser un filósofo, que será quien, asumiendo que ninguna ley es más importante que el conocimiento mismo, adecúe las normas a la justicia y, al final, al bien común.

En Platón y en Aristóteles, la política se asoma a la práctica, pero también una actividad moral orientadora del bien común.

Y al hablar del bien común hay que pasar necesariamente de Aristóteles, para quien el bien es el objeto de todas las acciones del hombre (Política, 1252 a). Pero, a diferencia de Platón, Aristóteles habla de un bien que se concreta y cuya consecución requiere de la prudencia, que “es la actividad racional para encontrar lo que es bueno en cada caso concreto de la vida individual (…), y que versa sobre un objeto que puede ser configurado de distintas maneras”. Es fácil discurrir que el siguiente paso en este proceso aristotélico es la deliberación, garantía de la acción libre. Es decir, que la Política —como la Ética— es una ciencia práctica, que obliga al que la ejerce a deliberar en busca del fin último del hombre, que es la consecución del bien. ¿Pero qué es eso del fin último?, podría argüirse desde postulados escépticos contemporáneos. Recurramos de nuevo a Abellán y permitamos que este vuelva a citarnos a Aristóteles: “En el primer libro de la Ética a Nicómaco escribe que, si en el ámbito de nuestras acciones existe un fin que deseemos por sí mismo, deseando los otros por causa de este, es evidente que este fin sería el bien, el bien más elevado incluso”. El último paso de este razonable camino trazado hace tantos siglos es el de las leyes, no como meras amantes al estilo platónico, sino como instrumentos para ejecutar las políticas que garantizan el bien común. Aristóteles asume que el político debe valerse de más ayuda que la del mero razonamiento, por lo que, aquí también, supera a su maestro y sitúa a la ley —“expresión de cierta prudencia e inteligencia”— como el origen del bien, porque “que las leyes sirvan para hacer buenos a los hombres equivale en Aristóteles a que hagan buenos ciudadanos, pues para él la virtud del ciudadano y la del gobernante es la misma que la virtud del hombre bueno”. En síntesis, vemos como tanto en Platón como en Aristóteles, la política se asoma a la práctica, se convierte en un hacer encaminado a la mejora personal, pero también una actividad moral orientadora del bien común.

El Cristianismo trajo al mundo un cambio de paradigma evidente en diferentes aspectos de la vida de los ciudadanos. Desde luego, el más importante es el mensaje mismo de la revelación de Cristo. No es difícil imaginar el escándalo que debió suponer para sus coetáneos escuchar a un rey que se junta con los pobres, a un hijo que se une con el padre, a un hombre que predica el amor al prójimo y que plantea el perdón como antídoto a la venganza; un hombre que habla de justicia, de paz, de caridad, que propugna la verdad de los hechos frente a la mentira de los discursos —“cumplid todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras” (Mt 23, 1-12)—, y que, finalmente, entrega su vida para la salvación de la humanidad. Pero esa revolución, que cambió para siempre el corazón del hombre, también alteró el modo en que se concibe la política. El hombre, siguiendo a San Agustín, sabe que anida en su seno un pecado original que desvirtúa el orden perfecto con que fue creado y, por ello, necesita de instituciones que suplan sus carencias y aporten cohesión al mundo. Y, por supuesto, que subordine la ciudad terrenal a la ciudad de Dios, idea esta, la de la subordinación del gobernante a las leyes divinas y a la Iglesia, que “marca el pensamiento papal sobre los gobernantes durante los siglos medievales”.

9788498922691En el ensayo ¿Nació Europa en la Edad Media?, de Jaques Le Goff, se aborda con profundidad el papel de las ciudades en el enorme espacio de siglos que abarca la etapa medieval. Y es que el nacimiento de nuestra civilización tiene mucho que ver con la cultura greco-latina, con el derecho romano y, definitivamente, con el cristianismo que, desde el año 395 va tejiendo una concepción determinada de la existencia. Aunque no es un camino fácil. El cristianismo va conquistando un mundo, el romano, que a su vez ha sido conquistado por pueblos bárbaros completamente ajenos a la doctrina católica. Y esta es una de las grandes paradojas de nuestra civilización: el mensaje de la Iglesia cala misteriosamente en los corazones de aquellos hombres. Cierto es que, en este periodo, lejos de la imagen oscurantista a la que la Modernidad ha relegado a la época, ya podemos hablar seriamente de ciudadanos. Ciudadanos de una ciudad medieval, claro, que empieza a abrirse al comercio, un “ciudadano beneficiario de una cultura comunitaria, forjada por la escuela, la plaza pública, la taberna, el teatro y la predicación”. Un miembro, definitiva, de la civitas christiana.

El agustinismo político fue determinante en la Edad Media. Con el paso del tiempo, los poderes terrenales y espirituales fueron confundiéndose. Los príncipes cristianos estaban supeditados al poder del Papa, o bien se fundían en una misma figura. Carlomagno, arrodillado frente al altar, fue coronado Emperador en Roma por el Papa León III en el año 800 asentando las bases de la civilización occidental que hoy conocemos. Posteriormente, Papas como Gregorio VII (1073-1085), Inocencio III (1198-1216) o Bonifacio VIII (1294-1303) fueron consolidando esa sumisión del gobernante, por muy emperador que fuese, a las leyes de Dios. Este último Papa llegó a escribir en la bula Unam Sanctam:

Las palabras evangélicas nos enseñan que en esta potestad hay dos espadas: la espiritual y la temporal… las dos están en poder de la Iglesia (…) Conviene que una espada esté bajo la otra espada y que la autoridad temporal se someta a la autoridad espiritual (…) Declaramos, decimos y definimos que la sumisión al Romano Pontífice es para toda criatura de absoluta necesidad de salvación.

El documento papal generó profundas críticas aún en su tiempo. De hecho, un asesor del rey de Francia propició el llamado “Ultraje de Anagni”: este hombre, junto a familias romanas enemigas del Papa, asediaron el palacio del Santo Padre en Anagni. Le hicieron prisionero y le mantuvieron tres días sin comer ni beber (aunque lo más llamativo de esta historia, lo más misteriosamente paradigmático, es que cuando el Papa fue liberado decidió perdonar a sus captores).

Pero durante la Edad Media no solo hubo la influencia platónica. También caló la aristotélica. Es el caso de Santo Tomás de Aquino, que adapta el mundo clásico con el mensaje revelado de Cristo y que, en palabras de Javier Conde, substantiva la realidad política, a la que da entidad y no considera como algo supeditado a la ciudad de Dios agustiniana. El Aquinate, de hecho, concibe el orden político como surgido de la naturaleza, y encuadra su autoridad como fundamento de la paz e integridad de las diferentes partes de la ciudad. Así, “de la misma manera que en el cuerpo hay uno principal que mueve a todos, bien el corazón, o bien la cabeza, es preciso que en toda sociedad haya algo que lo dirija”.

La tradición clásica —humanista, cristiana— abogaba por la perseverancia del gobernante en función de una serie de virtudes: templanza, fortaleza, justicia y prudencia

El fin de la Edad Media y el Renacimiento supusieron otro cambio de paradigma en la concepción de la Política. Ya Lutero empieza a desgajar el poder divino del terreno pues, aunque considera que todo poder proviene de Dios, dice que no es posible gobernar en la tierra con los mandatos del Evangelio. Y da recomendaciones a los príncipes cristianos. Aunque, en este sentido, la gran transformación teórica vendría de la mano de El Príncipe, la gran obra de Maquiavelo. La tradición clásica —humanista, cristiana— abogaba por la perseverancia del gobernante en función de una serie de virtudes: templanza, fortaleza, justicia y prudencia, en una especia de tradición areteica en política que tan bien representa la Alegoría del buen y del mal gobierno (c. 1338-1339) de Ambrogio Lorenzetti. Maquiavelo rompe ese esquema, deshace el nudo de la moralidad y asume que “la política es un ámbito diferenciado de la moral, para el que no pueden regir necesariamente los criterios de esta última”. Se fractura de esta manera la línea teórica que se había iniciado con Aristóteles, para quien, como hemos visto, Política y Ética venían a ser la misma cosa como ciencias prácticas. A partir de ahora, escribe Maquiavelo, para entender la política convendrá “ir tras la verdad de las cosas antes que seguirlas con la imaginación” (El Príncipe, cap. XV), ya que el gobernante que se preocupa por cómo deben ser las cosas acaba perdiéndolas. Resume así Abellán:

Al hablar públicamente de esta `técnica de estado´, de los medios adecuados para conservar el stato del príncipe, con independencia de la naturaleza de los medios, Maquiavelo produjo una `revolución´ en la interpretación de las cualidades y virtudes que el pensamiento tradicional —aristotélico, ciceroniano, cristiano, humanista— había atribuido al gobernante.

Más aún, “Maquiavelo funda la autonomía de la política”, escribe Sartori, quien cree conveniente entender bien al autor. Según él, “prestar atención a la verdad de los hechos es recurrir a la observación directa y registrar, sin tapujos, que la política no obedece a la moral”.

Mucho se ha escrito sobre esa diferenciación entre fines y medios que introduce Maquiavelo. Conviene aquí apuntar, al menos, esa brecha con la natural convivencia que ambos términos mantenían en la concepción clásica. Maquiavelo recomienda al príncipe actuar de acuerdo al mantenimiento de su condición de príncipe, y de esta manera, reconoce que los actos deben estar orientados a la consecución de un bien. El problema es que, en este caso, ese bien no es un bien racional, ya que no conduce a la plenitud del ser humano. “La utilidad no puede ser el bien que identificamos con el fin” o, lo que es lo mismo, conservar el estado de príncipe no puede ser considerado un bien en sí mismo. Posiblemente, Maquiavelo identificara con acierto el bien inmanente a la política —conservar el poder— pero eso no obsta para que, visto desde una perspectiva integral, podamos sostener que tal bien es solo un bien útil, pues no agota todo el bien humano.

La aspiración ética de Adolfo Suárez (I): Introducción

Se trata de un análisis sobre la aspiración al bien en la acción política de un hombre clave en la historia reciente de nuestro país. Ahora que, como siempre, desde una parte de la izquierda que se pretende transversal se azota inmisericordemente al proceso, creo que tiene sentido echarle algo de tiempo, de datos, de estudio a lo que realmente fue aquella época.

Para alguien como yo, que nació en 1981, la figura de Adolfo Suárez es lo más parecido a un referente absoluto en términos políticos. Es el nombre que he escuchado de fondo, mientras iba creciendo, como banda sonora de mi historia política personal. Suárez es, popularmente, el que “unió a las dos Españas”, “el que buscó siempre el consenso”, el que “trató de enfrentarse a las dificultades con serenidad y templanza”, aquel al que votaban los un poco más de derechas y los un poco más de izquierdas. Suárez era el hombre que, en ese año de 1981, se quedó sentado en sucercas.jpg escaño del Congreso mientras los representantes de la bigotuda España del ayer trataban de impedir a golpes el avance de la democracia, tal y como inmortalizó Javier Cercas en su Anatomía de un instante.

La generación de los que nacimos en aquellos años no ha vivido otra cosa que la democracia, pero no como una realidad asentada, sino como un fenómeno en construcción. No somos los hijos de internet, como la posterior, ni tampoco los de la analógica Dictadura; somos, en cambio, los hombres y las mujeres nacidos de un proceso en construcción. Esa sensación de inseguridad con la que vinimos al mundo nos ha acompañado toda la vida.

Pero es que, además, se cumplen en fechas recientes importantes aniversarios que, necesariamente, obligarán a la ciudadanía a volver la vista atrás para recordar el trabajo conjunto de una clase política que, con todos sus errores, logró la consecución de un bien para la sociedad española: la democracia.

Dijo Chesterton que el hombre es “un monstruo deforme, con los pies mirando hacia delante y el rostro mirando hacia atrás”. Así, el 18 de noviembre de 2016 recordamos el 40º aniversario de la aprobación de la Ley para la Reforma Política, “el día que el franquismo votó por la reconciliación nacional”, según la crónica publicada ese día en el diario ABC por Juan Fernández-Miranda. Y, sobre todo, el 15 de junio de 2017 conmemoramos que, cuatro décadas antes, los españoles pudieron volver a las urnas. La anterior ocasión hay que buscarla en las elecciones del 16 de febrero de 1936. Habían pasado, pues, otros 40 años, para que los españoles pudieran volver a elegir a sus gobernantes. Y, sin embargo, la Transición fue un proceso rápido o, al menos, medido en sus tiempos. El entonces ministro de Suárez y, posteriormente, su sucesor, Leopoldo Calvo-Sotelo, dijo en 2007 en una entrevista en El Mundo, que “una de las virtudes de la Transición con Adolfo Suárez fue la buena medida del tiempo”.  Recordamos, así, estos meses, esos otros en los que España se construía como nación soberana, libre, democrática.

Recordamos estos meses esos otros en los que España se construía como nación soberana, libre, democrática.

Carlos Abella termina su biografía sobre Suárez destacando el “compromiso de su trayectoria política con el entendimiento, el acuerdo y la búsqueda de la mejor forma de resolver la convivencia entre los españoles”. Es una buena muestra del enfoque que, generalmente, se le ha dado a los estudios sobre la figura del expresidente del gobierno. Y es acertado, desde luego, encuadrar su labor en ese paradigma político del hombre de Estado, muñidor de acuerdos, generador de consensos. El expresidente del gobierno catalán, Jordi Pujol, dijo de Suárez que era “un hombre receptivo y un político con preocupación de Estado”. En esa misma línea, Santiago Carrillo, el todopoderoso secretario general del Partido Comunista de España, dijo de Suárez: “Habiendo empezado a hacer política en el régimen franquista, siempre, desde que le conocí, me dio la impresión de ser un hombre que estaba convencido de que su destino era restablecer la democracia”.

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Por su parte, Felipe González,que mantuvo agrios debates con Suárez, reconoció tras su muerte su talante dialogante, “llegamos a pactar incluso en los momentos de mayor tensión”, afirmó en una entrevista televisiva. Además, en un comunicado hecho público por el PSOE, González afirmó de Suárez que “sus cualidades para el diálogo y el compromiso, desde la fortaleza de su liderazgo”, habían sido claves para que España consiguiera “el marco de convivencia en libertad más importante de nuestra historia”.

Y así podría seguir decenas de páginas, recogiendo declaraciones de políticos, periodistas o historiadores de todo origen y condición. La inmensa mayoría coincide en destacar esos rasgos de tolerancia, apertura y capacidad para el diálogo del presidente Suárez, y no es el objetivo de este trabajo entrar a discutirla. Más que desmitificar, lo que pretendo es ofrecer un análisis por profundización, en busca de hechos o líneas rectoras que permitan comprender el imaginario asociado a la figura de Suárez. Para ello, en el presente artículo, trataré de realizar un acercamiento a Suárez desde la perspectiva ética del concepto de bien. Esto es, me preguntaré si la labor política de Adolfo Suárez estuvo guiada por una convicción profunda, en términos filosóficos, del bien que la consecución de la democracia supondría para la sociedad española. Y, en un sentido más amplio, intentaré encajar esa labor en la teoría política, buscando anclajes con lo que el concepto de bien en política ha supuesto a lo largo de los siglos. Por último, trataré de demostrar el perfil de Adolfo Suárez como hombre de acción, capaz de buscar soluciones originales más allá de los despachos. En este sentido, habrá que dejarle un espacio al carácter ambicioso del presidente, aspecto este que tampoco ocultan casi todos los libros que se han acercado a su figura y que, en él, encajaba con una asombrosa naturalidad.

982796417_850215_0000000000_sumario_normal.jpgLa consecución de la democracia fue fruto del consenso, como tantas veces se ha dicho, pero convendría aceptar que, aunque lo consensuado no es necesariamente lo bueno, en este caso sí lo fue. Es decir, la democracia conseguida fue esencialmente buena, pues tenía —y tiene— un valor moral indiscutible, el valor de los grandes ideales, que diría Chesterton. Se pueden poner objeciones al grado de bien que se consiguió, pero no tanto a que, en términos generales, fue algo bueno. Ese es, por tanto, el objetivo último de este texto: pensar desde las Humanidades la vigencia de la afirmación de que el legado de Suárez es esencialmente bueno.

El espíritu de la UCD

“No es pedir demasiado recobrar el espíritu de la UCD. Es desear un crecimiento del nivel ético de la vida pública, una recuperación ética, tan necesaria”. ¿Tiene razón el periodista Justino Sinova cuando pide una recuperación ética en la vida pública? ¿Qué significa? ¿Por dónde empezó ese crecimiento ético al que se refiere? ¿Con qué medios contó Suárez? ¿Desde qué instituciones lo hizo? ¿A partir de qué presupuestos? Este debate bien podría arrancar con Aristóteles, cuando inició la Ética a Nicómaco afirmando que “toda acción humana libre tiende a un fin bueno. Se ha dicho, por eso, que el bien es aquello que todas las cosas buscan” (1094 a 1-3); o bien, cuando dice en la Política que

«es evidente que toda ciudad es una cierta comunidad y que toda comunidad está constituida con miras a algún bien (porque en vista de lo que les parece bueno todos obran en todos sus actos), es evidente que todas tienden a un cierto bien, pero sobre todo tiende al supremo la soberana entre todas y que incluye a todas las demás. Esta es la llamada ciudad y comunidad cívica (1252a)»

Así comienzan dos de las obras claves no solo para entender el pensamiento político de Aristóteles, sino para suponer que la cuestión está ya en el principio de la reflexión misma. Cabe argüir, entonces, que este debate es consustancial al hombre, al menos, al hombre occidental que fuimos y del que venimos. Y, desde Aristóteles, el debate no ha cesado de sumar adeptos.

Cuenta el periodista Juan Fernández-Miranda en ABC que fue el entonces presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, quien redactó los primeros folios que inspiraron el proyecto de Ley de Reforma Política que finalmente fue aprobado en noviembre de 1976. El preámbulo de ese documento iniciático es revelador:

«La democracia no puede ser improvisada; ha de ser el resultado y el trabajo de todo el pueblo español. Nuestra dura historia contemporánea, desde las Cortes de Cádiz, demuestra que las creaciones abstractas, las ilusiones, por nobles que sean, las actitudes extremosas, los pronunciamientos o imposiciones, los partidismos elevados a dogma, no sólo no conducen a la democracia, sino que la destruyen.»

En realidad, estas frases entroncan con el gran debate al que la historia política ha tratado de responder desde siempre: ¿debe ser la política un instrumento para el Bien? ¿O más bien ha de entenderse como la ciencia de lo posible? Son cuestiones que se abordan en este trabajo desde una doble perspectiva: la histórica, con un breve pero completo repaso al estado de la cuestión en diferentes etapas, y la política, tratando de responder a esa pregunta inquietante pero necesaria: ¿debe ser el político un hombre ético?

«Suárez optaba más bien por la política como el arte de lo posible»

Da la impresión, leyendo aquel preámbulo a la ley que demolió el franquismo, de que Suárez optaba más bien por la política como el arte de lo posible. Suárez hizo suyo el texto de Fernández-Miranda y eso de descreer de las “construcciones abstractas” le posiciona entre los que, obedeciendo a una cierta actitud conservadora, se inclinan por “lo real frente a lo posible”. Se trata, en definitiva, de una actitud que mira la tarea de gobernar como algo específico y limitado, atendiendo a los medios, a lo concreto. Y es que, como afirma Oakeshott en su ensayo ¿Qué es ser conservador?:

«Tendemos a pensar que no ocurre nada importante a menos que se produzcan grandes innovaciones, y que aquello que no mejora debe estar deteriorándose. Existe un prejuicio positivo en favor de lo que aún no se ha probado. Suponemos fácilmente que todo cambio es, en cierta medida, para mejor, y nos convencemos sin dificultad de que todas las consecuencias de nuestra actividad innovadora significan progreso o, al menos, el precio razonable que debemos pagar para obtener lo que deseamos».

Un conservador no se opone al cambio, pero sí a cualquier cambio. Pues, dicho de otra manera, no todo progreso lleva consigo una evolución. Merecería un análisis mucho más profundo la catalogación de Suárez como hombre conservador, sobre todo para diferenciarlo de los postulados defendidos en su tiempo por Alianza Popular, pero sí parece obvio que compartía alguna de sus prioridades.

Del regate corto a la Ley de leyes

El periodista Luis Herrero dice de Suárez que “era un maestro del regate en corto (…). Eso no quiere decir en absoluto que no tuviera convicciones —las tenía— o que no supiera a dónde quería ir a parar. Lo sabía muy bien. Pero también sabía que, en política, el mejor camino, a menudo el único transitable, casi nunca es la línea recta. No es siempre bueno decir toda la verdad”. Lo cierto es que, más allá de etiquetas, Suárez era un político en sentido estricto, con ese saber específico para lo político al que se refiere Isaiah Berlin cuando afirma, en relación a la acción del buen político que

«Su mérito es que captan la combinación única de características que constituyen esa situación particular; esa y no otra. Lo que se dice que se puede hacer es entender el carácter de un movimiento determinado, de un individuo determinado, de un estado único de cosas, de una atmósfera única, de una combinación singular de factores económicos, políticos, personales».

Es decir, en política se puede -y debe hacer- aquello que es posible según unas circunstancias posibles y según un momento concreto. Esta idea sirve para matizar un objetivo secundario de este artículo, que es mostrar la evidente complejidad del proceso político de la Transición. No es sensato, como se pretende desde interpretaciones políticas contemporáneas, hacer lecturas simplistas y maniqueas de un proceso tan lleno de matices y claroscuros, tan ambiguo como decisivo en la historia reciente de nuestro país. Por eso, me propongo hacer un análisis sucinto, ceñido tanto a las cosas que sucedieron como a las consecuencias que, efectivamente, han tenido.

vida-Adolfo-Suarez-imagenes_TINIMA20140321_0240_3.jpgQue la democracia conseguida en la Transición fue buena es algo que, en la España de 2017, confrontan tanto los representantes de la nueva izquierda como los sectores independentistas. Quizá en la coincidencia de esos sectores, que discuten la misma existencia de la nación española, reside el principal reto que España deba afrontar en su futuro inmediato. Pero, muy probablemente, ni siquiera el empuje de esos sectores, alimentados dramáticamente por las consecuencias de la última crisis económica, pueda acabar oscureciendo el juicio que la Historia venidera realice de la Transición política y de uno de sus principales artífices, Adolfo Suárez. Y es que, como afirmó el rey Felipe VI en el solemne acto de apertura de la presente Legislatura, “nunca podremos agradecer suficientemente la valentía y la generosidad de aquellos que, con el dolor y la memoria todavía vivos en su alma, pusieron todo su corazón, toda su fuerza, para lograr, por fin, la reconciliación entre españoles y la democracia en España”.