Visto este somero recorrido histórico, queda apuntar algo sobre la situación actual de la cuestión. La evidente transformación que ha supuesto en la sociedad la aparición de internet ha tenido su traslación al mundo político. No solo la revolución tecnológica explica la consumación del hombre transparente —siguiendo a Byung-Chul Han— de nuestro tiempo, pero sí ha sido un factor decisivo para consolidar este tiempo fugaz, soluble y ligero, líquido, utilizando el feliz hallazgo de Zygmunt Bauman.
El Diccionario Oxford designaba en el año 2016 el neologismo posverdad como la palabra del año. El término no está recogido aún en el diccionario de la RAE, pero para Oxford viene a referir “circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Para explicar el éxito de este neologismo se utilizan habitualmente dos ejemplos: la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses y la más sorpresiva aún victoria del Brexit en el Reino Unido. Ambos fenómenos tuvieron su explicación en la difusión de ideas —alejadas de la realidad, desleales con los hechos— tendentes a generar emociones concretas en los votantes.
El ciudadano occidental medio tiende a valorar como más fiable la emoción concreta que le genera algo que la veracidad de los hechos.
Este fenómeno de la posverdad explica perfectamente las características sociológicas de una sociedad dominada por lo emocional frente a lo racional. El ciudadano occidental medio tiende a valorar como más fiable la emoción concreta que le genera algo —ya sea un programa de televisión o un mensaje político— que la veracidad de los hechos. El cine, la literatura, la política y, especialmente, la publicidad, utilizan el lenguaje para generar emociones que puedan traducirse en acciones: una compra, una opinión, un voto. Lo racional está pasado de moda, parecería propio de mentes rancias y retrógradas; se lleva lo que me hace sentir bien en este momento, lo que me es útil para afrontar una situación puntual.

Esta sociedad emotiva e infantil está peor preparada para tomar decisiones libres. Porque la verdadera libertad reside en poder descubrir la enorme mentira que se esconde en la utilización de algunas palabras. Siguiendo lo escrito por el filósofo español Alfonso López Quintas en sus estudios sobre la manipulación, “la estrategia del lenguaje produce en quien no está sobre aviso una especie de esclerosis mental que lo calcifica y lo deja inerme ante el profesional de la lucha ideológica”. En este sentido, el autor apuesta por la “libertad de la inteligencia” frente a las “falsificaciones en cadena emboscadas en medias verdades”.
Todo esto tiene una evidente traslación al mundo político. La exaltación de lo emocional para generar miedo en relación a la inmigración puede estar detrás de la victoria de Trump y del Brexit, pero también podría haber funcionado en sentido contrario: el discurso de la inmigración libre y absoluta, sin límites ni fronteras, auspiciado bajo parámetros de aparente solidaridad, puede llegar también a generar simpatías irracionales. El caso es dirigir una opinión concreta atendiendo al lado más instintivo del hombre. Los nuevos populismos —movimientos políticos que han explotado tras la crisis económica de 2008 y que propugnan un cambio desde la transversalidad ideológica— centran sus discursos en diagnósticos más o menos universales para, con un gran despliegue mediático, esconder las soluciones que proponen y que, casi siempre, tienen su origen en las más trasnochadas y anacrónicas ideologías del siglo XX. Así, Le Pen, Trump, Mélenchon o Iglesias aparentan representar realidades muy distintas pero, en cambio, sus mensajes apocalípticos y de rechazo frontal a un supuesto sistema injusto, coinciden en numerosas propuestas: proteccionismo económico, imperio de lo local frente a estructuras supranacionales, apuesta por mecanismos de participación directa en asuntos más o menos accesorios, aumento del gasto público y, sobre todo, sustitución del concepto de ciudadano —símbolo de la democracia liberal— por conceptos más abstractos e impersonales como gente o pueblo. Además, se trata de movimientos que, aprovechándose del dolor evidente producido por la crisis en millones de personas, busca transformar sus lágrimas en votos sin pasar por su cabeza. Se sentimentaliza la política y se promete una solución que supere el viejo esquema izquierda/derecha o conservador/progresista que, a juicio de estas formaciones, ya no funciona. Así, se presentan como lo nuevo frente a lo viejo, desideologizando sus propuestas y, aparentemente, con la capacidad de aglutinar a personas de ideas muy diferentes.

Sin embargo, en los últimos años, un nuevo fantasma recorre Europa: la evidente pérdida de peso de los nuevos partidos, incapaz de asumir las nuevas condiciones de juego de la democracia, está encontrando nuevas alternativas más allá del populismo. Una serie de partidos, aparentemente europeístas, claramente socialdemócratas y, en teoría, más liberales que las tradicionales fuerzas conservadoras, ganan peso. El ejemplo más poderoso de esta nueva forma de política es el partido En Marche, que en apenas un año de vida le ha servido a Enmanuel Macron para llegar a la presidencia de Francia y reorganizar el espacio ideológico y político del país. Su triunfo, según el diario El País, supone el éxito de una “alternativa racional y europea al presidente de Estados Unidos, Donald Trump”.
¿Izquierda-Derecha? ¿Populismo-liberalismo? Veremos si el viejo paradigma resiste a la nueva era de la política sensible y efímera o si, en este tiempo de posverdad y Twitter, el nuevo debate pasa por nuevas fórmulas. Lo que parece evidente es que el nuevo ciudadano siente más que piensa, madura mucho más tarde y, en general, es más volátil a la hora de tomar decisiones.
Así concluye, de momento, el viaje histórico por la aplicación ética de la política. Hemos analizado cómo se ha teorizado sobre lo que significan aspirar al bien en el pensamiento clásico (aspiración al bien del gobernante, calidad personal) y, como, en la Modernidad, esa aspiración al bien se da a través del Estado. Hemos visto que en la etapa contemporánea se vuelve a tomar conciencia de que la aspiración al bien no solo depende de la acción del Estado, sino de nuevos estados de excepción que generan oportunidades para la acción política. Aquí es donde se enmarca la figura de Adolfo Suárez, el hombre de acción que puso orden, aplicando las reglas propias de lo político, a un momento de excepcionalidad institucional y social