La Modernidad trajo consigo el endiosamiento del hombre y, por tanto, la creencia de que su gobernabilidad dependía de sus propias fuerzas. Y esto no solo tiene su traslación al modo en que se organiza el Estado, lo cual, en su absoluta diferenciación del poder espiritual, puede tener su lógica, sino que supone, también, expulsar a Dios de la vida concreta de cada hombre. Y si no hay Dios y, por tanto, no hay un sustento último de los conceptos de bien y de mal, ¿qué me impide actuar de una u otra manera?, y más importante para el tema de este epígrafe, ¿qué se lo impide al gobernante? ¿La pura conveniencia?, ¿El mero derecho positivo? ¿O acaso un contrato? Empecemos por el principio.
El siglo XVI había dejado un mundo cada vez más grande. El imperio español había asentado su poder en Europa, pero también en el nuevo mundo, a donde barcos auspiciados por los Reyes Católicos habían llevado el Evangelio y, con ello también, la romanización (la concreción de la ley, el concepto de ciudadanía, la lengua común). Carlos I y Felipe II habían continuado la obra de Isabel y Fernando y siguieron expandiendo los límites del imperio. Lo hicieron bajo la premisa de promover la Cristiandad, que es el nombre, en realidad, que mejor se asemeja a la Europa Occidental.

El siglo XVII comienza con grandes cambios. Los Austrias menores no consiguen mantener la gloria del imperio español, que empieza a decaer ante el empuje de británicos y franceses. Y, en lo político, comienza a ponerse en juego un tablero diferente, en el que los actores van definiéndose cada vez más desde la razón de Estado, en referencia a “un Estado territorial de carácter institucional”, el propio de la Edad Moderna. Según Abellán, “la teoría del Derecho natural de los siglos XVII y XVIII es un lugar adecuado para averiguar qué se entendía por política (…), ya que el Derecho natural se ocupaba de establecer con argumentos racionales los deberes de los ciudadanos para con el Estado y para con los demás”. Este racionalismo en la política no solo desplaza a Dios, que podría incluso resultar coherente en la necesaria separación de poderes, sino que le busca un sustituto en la razón de Estado y, finalmente, en el propio hombre, que empieza a construirse como artífice de todo.
Carlos I y Felipe II habían continuado la obra de Isabel y Fernando y siguieron expandiendo los límites del imperio.
Ahora bien, es absolutamente cierto que la organización política de los nuevos estados necesitaba de un orden y una jerarquía que excedía las capacidades del príncipe cristiano. ¿Cómo afrontar ese nuevo modo de hacer política? Hobbes, Descartes, Bacon o Locke aportan soluciones distintas, aunque todas en clara ruptura con el razonamiento aristotélico que, con las matizaciones introducidas por el humanismo cristiano, venía imperando los últimos veinte siglos de historia.
Thomas Hobbes (1588-1679) y su Leviatán, padres del absolutismo político y de la concentración del poder frente a la distribución del poder medieval, afirman que el hombre, naturalmente, tiende al caos y al desorden, al enfrentamiento y que, por eso, en el estado político las personas deciden organizarse en supeditación hacia un líder que busca el beneficio de todos. Ese fundamento de autoridad está en la base, para Hobbes, del Derecho.
Rene Descartes (1596-1650), por su parte, elimina el rasgo científico de la política y la reduce a mera probabilidad, a aquellas decisiones que son más probablemente buenas que otras. Producto de su duda filosófica, Descartes niega la existencia de verdades primeras, como afirmó Aristóteles.
Francis Bacon (1561-1622) está considerado como uno de los padres del método científico moderno. En sus referencias políticas, el filósofo inglés cree que esta poco tiene que ver con lo demostrable (con lo contrastable empíricamente), y sí con la opinión.
John Locke (1632- 1704), seguidor de Bacon, está considerado el precursor del contrato social, ya que el poder político “se obtiene a través de un acuerdo y está sujeto a la condición de que ha de emplearse en beneficio de sus súbditos, para asegurarles la posesión y el uso de sus propiedades”, con lo que rompe con Aristóteles y su afirmación de la natural sociabilidad humana.
Como vemos, por tanto, se trata de que el desarrollo teórico —no práctico, aunque luego pueda tener repercusiones en el ámbito de la acción libre— del concepto de política queda transformado, pues esta ya no se concibe como algo que se basa en la naturaleza de las cosas sino, más bien, en la opinión probable y la razón de estado.
La gran ruptura vino acompañada de sangre y tuvo dos momentos centrales: la Revolución Francesa y el Manifiesto Comunista.
Ahora bien, la gran ruptura vino acompañada de sangre y tuvo dos momentos centrales: por un lado, la Revolución Francesa, donde las capas populares asumieron el poder mediante el empleo de la fuerza y, por otro, las revoluciones marxistas que, inspiradas en el Manifiesto Comunista, aplicaron a la política la deshumanizada visión del materialismo filosófico.

Aunque la Edad Moderna, como hemos visto, había traído la supeditación de lo moral a las necesidades del Estado, a lo útil, lo cierto es que “en la Enciclopedia Francesa (1751-1772) se mantienen los elementos básicos del pensamiento tradicional aristotélico”. La antropología ilustrada, de hecho, partía del hombre como animal pasional y su ideal de sociedad era una en la cual los individuos se comportasen virtuosamente por su propio interés. Incluso pensadores como Kant o Humboldt mantenían la tesis de que la moral debía mantener su lugar preeminente. Pero, ¿qué moral? En Francia, Voltaire publica un Diccionario Filosófico (1764) en el que afirma que la moral es la misma en cada hombre que hace uso de su razón. Paralelamente, Rousseau publica El contrato social (1762), en el que dice que el hombre nace libre aunque viva encadenado en todos lados, una obra fundamental para entender los acontecimientos posteriores y en la que Rousseau se planteaba “unir siempre lo que dicta el derecho con lo que dicta el interés, a fin de que no estén separadas la utilidad y la justicia”.
Ahora bien, la justicia puede ser inútil para un Estado, pues ¿puede mandar un gobernante un ejército a salvar a un solo hombre? ¿No es un gasto humano y material absolutamente inútil? No lo es si uno no asume que una vida vale la pena, pero ¿puede fundamentarse una asunción así en la sola razón?
Más aún, enfrentemos la afirmación de Rousseau al testamento de Isabel la Católica. Dice esta:
Ytem. Por quanto al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas e tierra firme del mar Océano, descubiertas e por descubrir, nuestra principal intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro sexto de buena memoria, que nos fizo la dicha concession, de procurar inducir e traher los pueblos dellas e los convertir a nuestra Santa Fe católica, e enviar a las dichas islas e tierra firme del mar Océano perlados e religiosos e clérigos e otras personas doctas e temerosas de Dios, para instruir los vezinos e moradores dellas en la Fe católica, e les enseñar e doctrinar buenas costumbres e poner en ello la diligencia debida, según como más largamente en las Letras de la dicha concessión se contiene, por ende suplico al Rey, mi Señor, mui afectuosamente, e encargo e mando a la dicha Princesa mi hija e al dicho Príncipe su marido, que ansí lo hagan e cumplan, e que este sea su principal fin, e que en ello pongan mucha diligencia, e non consientan e den lugar que los indios vezinos e moradores en las dichas Indias e tierra firme, ganadas e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas e bienes; mas mando que sea bien e justamente tratados. E si algún agravio han rescebido, lo remedien e provean, por manera que no se exceda en cosa alguna de lo que por las Letras Apostólicas de la dicha concessión nos es inyungido e mandado.
La evangelización de los nuevos territorios fue la principal intención del descubrimiento. ¿Qué utilidad podía haber en tal afán? Por supuesto, la conquista de la nueva España trajo consigo incontables beneficios económicos a la corte castellana, y fueron muchos los comerciantes que se enriquecieron. Pero, sin embargo, al final de su vida, la Reina se ve en la obligación de recordar a sus herederos que deben mantener el propósito principal de la misión, que no es otro —y esto es lo justo, lo aparentemente inútil, en términos roussonianos— que instruir a los indios en la fe católica.
La Revolución Francesa supone, para la historiografía clásica, el punto de partida de la Edad Contemporánea, la ruptura con el poder terrenal de la Iglesia, con el feudalismo y demás estructuras del Antiguo Régimen, y el surgimiento de una nueva legitimidad popular frente a los reyes que gobernaban por mandato divino. No es este el lugar de analizar las causas y consecuencias históricas del convulso periodo revolucionario, pero sí para destacar lo trascendente del cambio de concepción sobre el término “libertad” que introduce la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, documento aprobado por la Asamblea Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789. Dice esta que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, pero trata de circunscribir esa libertad a aquello “que no perjudica a nadie”. Desde luego, la Declaración introduce avances fundamentales en cuanto a la consecución de nuevos derechos civiles, pero conviene señalar también la estrecha mirada que aplica al concepto de libertad: si es libre aquel que no perjudica a otro, es que la libertad es un bien que se agota.
La Constitución de Cádiz de 1812 intenta insertar la nueva nación liberal con la tradicional y humanista mirada trascendente de la existencia.
Las aportaciones de la Revolución Francesa al concepto de ciudadano son abundantes. Se trata ya de un individuo que, legalmente, adquiere dimensión propia frente al gobernante, cuyo poder, además, deja de tener un origen divino. Aunque no en todo caso fue así. Como comentaré más adelante, tiene sentido entender cómo, en España, primer país en el que se acuña el término liberal, la Constitución de Cádiz de 1812 intentase insertar la nueva nación liberal con la tradicional y humanista mirada trascendente de la existencia. Así, la Constitución más avanzada de su tiempo, en la que se recogen una serie de derechos como la libertad personal o la propiedad privada, insiste en cambio en la confesionalidad del Estado y empieza el desarrollo de su articulado con la siguiente afirmación: “En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo autor y supremo legislador de la sociedad”.

Sin embargo, la presencia de Dios en la vida de los ciudadanos, aunque real en el día a día, empieza a ser desplazada por dos sustitutos poderosos, emanados ambos de la conciencia autosuficiente del hombre moderno: el capital y la ideología. En el segundo caso, hay que situarse en el mes de febrero de 1848, fecha en la que aparece en Londres la primera edición de El manifiesto comunista, de Karl Marx y Friedrich Engels. La idea central de la obra, formulada sobre el trasfondo del materialismo histórico, es que “toda la historia de la sociedad humana, hasta el día, es una historia de lucha de clases” para la que el comunismo, “ese fantasma que recorre Europa”, da una solución socializadora y violenta: “Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos solo pueden alcanzarse derrocando, por la violencia, todo el orden social existente”.
Esa revolución violenta no tuvo una fácil acogida en el mundo occidental. Las revoluciones liberales de mediados de siglo confrontaron con estructural crudeza la brecha entre ambas miradas sobre el mundo. Hubo que esperar al primer cuarto del siglo XX para ver los primeros experimentos comunistas. Y un poco más para constatar su brutal fracaso a la hora de ponerlo en práctica en la llamada Unión Soviética. Pero, en todo caso, el comunismo vino a sustituir a la religión, la ideología del Estado pasó a ser el mantra diario de millones de personas a las que, en aras de la igualdad, se les libró de la libertad más importante de todas, aquella que nos es propia por nuestra dignidad de personas humanas. La homogeneización de la sociedad vino acompañada de una brutal represión. El Estado pasó a ser el padre protector de todos, aquel que da trabajo y ordena qué comer y cuando hacerlo; el que decide qué vestir, qué periódico leer y, al final, qué hacer cuando nada hay que hacer. Al evidente colapso financiero de cualquier sociedad estatalizada, hay que sumar la también evidente condena interior a la que se ve sometido el ciudadano, al que se despoja de su inherente dignidad bajo el pretexto de hacerle igual que al vecino. Y eso a pesar de que el proyecto de Marx es, en principio, emancipador, pues cree que al eliminar el estado burgués —mediante “una revolución social que elimine lo político”— se logrará aumentar la autorrealización de la persona.
La sociedad europea de mediados del siglo XX asistía, abrumada por la reciente brutalidad de las dos grandes guerras, a un futuro desconcertante; el mundo había avanzado mucho en lo técnico, pero ese progreso que parecía ilimitado había acabado consolidando a ideologías tiránicas —nazis, fascistas, comunistas—, las mismas que habían provocado millones de muertos. En febrero de 1947, el antiguo embajador estadounidense en la URSS, William C. Bullit publicaba un libro en el que afirmaba:
«La humanidad ha progresado mucho más en el campo de la moral, bajo la dirección de los prohombres religiosos, que bajo la jefatura de los líderes estatales. La moral es individual antes de llegar a ser colectiva. La religión y la política pueden colaborar, en estrecho contacto, en la tarea de elevar el nivel moral de la humanidad, menester que ha adquirido importancia vital con la existencia de la bomba atómica».
Después de tres décadas de decadencia absoluta del hombre que se creía invencible, surge de nuevo la mirada trascendente. Desde luego, hay que enmarcar esta tesis en la concepción anglosajona más pura, pero sin duda la cita, cargada de simbolismo, tiene valor histórico.
Decíamos que dos ideologías sustituyeron a Dios a mediados del siglo XIX. La otra, el liberalismo, en su vertiente económica, derivó en el capitalismo. Sin embargo, ¿qué es el liberalismo puro y simple, digamos el liberalismo clásico?”, se pregunta Sartori; y se responde: “es la teoría y la praxis de la libertad individual, de la protección jurídica y del estado constitucional”. En realidad, es una llamada a la diferencia natural que nos constituye como hombres, en clara oposición al igualitarismo ordenado desde arriba que propugna el socialismo clásico. Sartori hace una interesante diferenciación entre demócratas (que buscan “la integración social”) y liberales (que “aprecia la iniciativa y la innovación”), ya que “el liberalismo gira en torno al individuo y la democracia en torno a la sociedad”. Como manta integradora de ambos mundos aparece la democracia liberal, ese gran paraguas sintáctico en el que se refugia desde hace cien años la mayor parte de la civilización occidental. No decimos, por tanto, que el capitalismo cause la decadencia de nuestra civilización, sino más bien que ello se debe a la totalización de sus formas al conjunto de la vida humana.
La autonomía de lo político frente a la política
Por último, conviene concluir este epígrafe atendiendo a la diferenciación entre lo político y la política, de la que hablábamos al principio del capítulo, ya que esa distinción es la que nos permite integrar la figura de Adolfo Suárez en este breve recorrido histórico. Aunque muchos pensadores intuyeran esta diferencia, fue Carl Schmitt el primero en teorizarla para intentar “salvar” la realidad de la política de su absorción por la economía, el derecho y la administración burocrática. En el origen de lo político, sostenía, hay un primer momento no jurídico; hay, dirá, un acto de la voluntad que pone un orden como podía haber puesto otro. Si no fuera porque se hizo dentro de la ley, la Transición bien pudiera pensarse como un “estado de excepción” donde un grupo de hombres tuvieron que crear normas ordenadoras. Desde luego, Suárez se vio inmerso en ese proceso de resurgimiento de lo político; en ese contexto había que empezar algo nuevo mediante la acción política. Y es en ese campo de juego, que necesita de más instrumentos que la razón y la ley, donde se aplica la categoría de Suárez como hombre de acción. Es el momento de ejercitar la acción política, no de aplicar positivamente una serie de leyes o decretos, y de buscar ideales que guíen la acción, vengan o no dictados por el marco de la situación presente.
De este modo, la figura de Adolfo Suárez se encuadra, dentro de este breve recorrido histórico por la teoría política y su aspiración ética, en ese momento de finales de siglo en el que, en una situación concreta de singular complejidad, en el que lo político aparece como un concepto autónomo, con sus propias reglas. La clave de los gobiernos de Suárez fue, en este sentido, saber actuar más allá de la mera aplicación de un ordenamiento jurídico.