Los grandes escritores se creen mejores por citar restaurantes, amigos o tiendas que, aparentemente, les convierten en hombres aún más grandes. Pero se equivocan. Antes y ahora, los escritores ilustrados (en su momento) o modernos, tratan de decorar su prosa con menciones pretenciosas a lugares famosos. O que ellos piensan que lo son. Creen que les aporta algo decir que hablaron con Fulanito en el restaurante nosequé, o que negociaron algo en el palco del teatro asaberqué.
Claro que, en vez de ayudarles, lo que hacen esas ridículas menciones es aislarles de la sociedad de la que beben y viven y a la que escriben. El lector normal sufre de enfados coléricos bastante razonables cuando un escritor al que admira por su sagacidad, inteligencia o, simplemente, capacidad de entretenerle, le cuela alguna de esas citas pedantes e innecesarias. El lector se siente entonces apartado, vejado y violentado. El lector siente que el escritor le mira desde una atalaya de superioridad intelectual y moral.
Esas citas grastronómicas, sociales o culturales, además, no suelen aportar nada al contenido. Ni quisiera al contexto. Y el lector se teme que tengan su origen en algún interés escondido: o bien una simple pedantería o, peor aún, un cheque pendiente o esperanzador.
Pongamos un ejemplo. Arturo Pérez Reverte, en su última novela, Hombres buenos, rememora una comida con un importante cargo militar a quien, por supuesto, para que todos sepamos la nutrida y noble colección de amistades que posee, califica de amigo. «Mi amigo», dice el académico, que el pronombre siempre añade pompa a la cosa. Escribe Pérez Reverte: «Unos días más tarde, comiendo en Lhardy con mi amigo el almirante José González Carrión, director del Museo Naval de Madrid, tuve ocasión de que éste hablara más a fondo del libro y de su autor». ¿Puede alguien decir qué añade el hecho de que se cite el restaurante? Pues eso. El lector, que ha pagado sus euros por la novela, se tiene que comer la cita gastronómica sin necesidad alguna. Y piensa, claro, que la próxima vez que Pérez Reverte vaya al citado restaurante quizá la factura se quede en el cajón.
Esta práctica, tan usada, por cierto, por algunos periodistas deportivos de renombre a quienes estos ilustres escritores aborrecen, no sólo aparta al autor de sus lectores; es que, además, hacen que la próxima vez que vayamos a comprar uno de sus libros nos den ganas de escribir a la editorial pidiendo un descuento a cargo de los locales citados.