El mal está sobrevalorado. Existe, sin duda, y duele y hiere y mata, pero tiene demasiada presencia en nuestro corazón. Yo creo que esto tiene que ver con Netflix, con Twitter, quiero decir, con nuestra sociedad transparente, en la que, para ser buenos, necesitamos un mal equiparable. ¿Qué sería de un John Nieve sin su Cersey Lannister, de un Simba sin su Mufasa, de una alegría sin su recompensa de tristeza? Pues todo, en realidad: el mal no compensa al bien, como si fueran vasos comunicantes y dependientes, no somos felices porque antes fuimos desgraciados. Pero vivimos expuestos ante la dictadura de lo efímero, de lo transparente, ya digo, en el que somos aquellos que mostramos, y no lo que en realidad ha sido siempre el hombre: un ser trascendente en busca de verdad, belleza y bien. Eso son cosas de curas, diría la mayoría, o de locos, o ¿de qué coño me estás hablando?, que escupiría un concursante de Gran Hermano mientras llora por unos cuernos.
Ahora que iniciamos la cuaresma, tiene sentido el Evangelio: “Luego el demonio llevó a Jesús a la ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole…” Ya sabemos que Jesús respondió con el bien, y ahora ahondaremos en esa única respuesta posible, pero detengámonos un momento en el escándalo que supone que Jesús sea conducido a sitio alguno por el demonio. ¿Pero cómo es posible que el mal tenga tanto poder? Desde luego, enseguida algún oyente más docto que yo en asuntos teológicos me explicó que lo que hace Jesús es permitir que el maligno le lleve a ese sitio para, de esta manera, demostrar que el problema no es la existencia del mal, disfrazado en este caso de tentación, sino la respuesta que damos nosotros. Es decir, si a la tentación respondemos con la firmeza de la Verdad, al odio con el amor y a la extraña contingencia con la oración, seremos más hombres, más libres, más justos.
Yo no sé mucho del mal, pero mi experiencia me va diciendo poco a poco que su fuerza es siempre inferior a la del bien, que no son cosas equiparables, que lo bueno es lo único y lo malo es ausencia de aquello. Bueno, esto último lo aprendí en una clase, pero parece un aprendizaje importante: el mal es privación del bien. ¡Pero claro!, ¡cómo vamos a darle al mal la misma entidad que al bien! Esa es nuestra enorme y metafísica ventaja: absolutamente siempre se puede vencer al mal. Aunque a veces no lo entendamos.