Mi relación con la radio es existencial. O sea, que es a mi vida casi como el oxígeno, una necesidad vital: De cuando empecé a poner la oreja, allá por los primeros 90 del antenicidio y la España de antes de la caída del muro felipista, y de ahora, nuestro tiempo de podcast especializado y radio de autor. Una cosa es ser oyente de radio y otra hacer radio, que es una cosa que viene después. Primero la escucha, siempre. Lo otro sería como tratar de hacer un croissant sin haber probado los manolitos.
El 13 del mes en curso celebramos en la UFV el Día Mundial de la Radio y fue una oportunidad fantástica de ofrecer a los alumnos un menú de estrella michelín, o de Ondas, por mejor decir. Fue un lujo moderar una mesa con Juan Ramón Lucas, que está tratando de reinventar el silencio en La Brújula, Alfredo Menéndez, un buen tipo que se adapta, Virginia Díaz, que es radio artesana y a Maria José Navarro, que de tanto decir que es pequeña se hace cada vez más grande. «Para hacer radio hay que escuchar la radio», les dijo mi Mari Jose a unos jóvenes que miraban con oídos de Spoti.

Pero, seamos sinceros, esto del Día de la Radio es una excusa para mirarnos el ombligo, como el Día de cualquier cosa. Lo que pasa es que esta cosa es nuestra, quiero decir que la radio en España no es como la de Estados Unidos, que es musical y bullanguera. Aquí Federico sienta cátedra y Pepa editorializa, Alsina pone calle y firma y Herrera improvisa. Aquí la radio es sustantivo, desde que en el 77 dejamos de emitir el Parte por decreto y la gente encendía la onda media para saber qué demonios pasaba en ese país que se construía. Así que está bien que ahora hablemos de la radio aunque sea un día, el Día.
Pero luego están los días cualquiera, que es donde la radio deja de ser teoría y se convierte en minuto rabioso, encendido, inmediato. Y ahora que he vuelto al micrófono, aunque sea con afán didáctico, ha regresado a mí la emoción del silencio que precede a la horario, el respeto por el oyente misterioso, la emoción por la palabra que se va.