Este domingo tuve la ocasión de ponerme al frente de un programa electoral muy especial. Más de 50 alumnos de mi universidad, la Francisco de Vitoria (Madrid) nos han dado a todos un ejemplo de tesón y constancia en el trabajo, de ilusión y de compromiso. Con ellos y gracias a ellos y a un plantel envidiable de analistas -la mayoría profesores de enorme prestigio de la UFV- hicimos más de cuatro horas de radio en directo. He hecho muchos programas electorales en mi vida, tanto en COPE como en Radio Castilla-La Mancha, incluso en la extinta SomosRadio; pero en ninguno de ellos he visto tanta ilusión como la que vi este domingo en mis alumnos de la Universidad. Con esos mimbres, el futuro está ganado. ¡Bravo chicos!
Antes de contar algunas cosas de la vida de Adolfo Suárez, conviene concluir el recorrido histórico por la ética en la teoría política situándonos en el momento actual: triunfa la posverdad y los nuevos populismos recorren Occidente.
Visto este somero recorrido histórico, queda apuntar algo sobre la situación actual de la cuestión. La evidente transformación que ha supuesto en la sociedad la aparición de internet ha tenido su traslación al mundo político. No solo la revolución tecnológica explica la consumación del hombre transparente —siguiendo a Byung-Chul Han— de nuestro tiempo, pero sí ha sido un factor decisivo para consolidar este tiempo fugaz, soluble y ligero, líquido, utilizando el feliz hallazgo de Zygmunt Bauman.
El Diccionario Oxford designaba en el año 2016 el neologismo posverdad como la palabra del año. El término no está recogido aún en el diccionario de la RAE, pero para Oxford viene a referir “circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Para explicar el éxito de este neologismo se utilizan habitualmente dos ejemplos: la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses y la más sorpresiva aún victoria del Brexit en el Reino Unido. Ambos fenómenos tuvieron su explicación en la difusión de ideas —alejadas de la realidad, desleales con los hechos— tendentes a generar emociones concretas en los votantes.
El ciudadano occidental medio tiende a valorar como más fiable la emoción concreta que le genera algo que la veracidad de los hechos.
Este fenómeno de la posverdad explica perfectamente las características sociológicas de una sociedad dominada por lo emocional frente a lo racional. El ciudadano occidental medio tiende a valorar como más fiable la emoción concreta que le genera algo —ya sea un programa de televisión o un mensaje político— que la veracidad de los hechos. El cine, la literatura, la política y, especialmente, la publicidad, utilizan el lenguaje para generar emociones que puedan traducirse en acciones: una compra, una opinión, un voto. Lo racional está pasado de moda, parecería propio de mentes rancias y retrógradas; se lleva lo que me hace sentir bien en este momento, lo que me es útil para afrontar una situación puntual.
López Quintás apuesta por la “libertad de la inteligencia” frente a las “falsificaciones en cadena emboscadas en medias verdades”.
Esta sociedad emotiva e infantil está peor preparada para tomar decisiones libres. Porque la verdadera libertad reside en poder descubrir la enorme mentira que se esconde en la utilización de algunas palabras. Siguiendo lo escrito por el filósofo español Alfonso López Quintas en sus estudios sobre la manipulación, “la estrategia del lenguaje produce en quien no está sobre aviso una especie de esclerosis mental que lo calcifica y lo deja inerme ante el profesional de la lucha ideológica”. En este sentido, el autor apuesta por la “libertad de la inteligencia” frente a las “falsificaciones en cadena emboscadas en medias verdades”.
Todo esto tiene una evidente traslación al mundo político. La exaltación de lo emocional para generar miedo en relación a la inmigración puede estar detrás de la victoria de Trump y del Brexit, pero también podría haber funcionado en sentido contrario: el discurso de la inmigración libre y absoluta, sin límites ni fronteras, auspiciado bajo parámetros de aparente solidaridad, puede llegar también a generar simpatías irracionales. El caso es dirigir una opinión concreta atendiendo al lado más instintivo del hombre. Los nuevos populismos —movimientos políticos que han explotado tras la crisis económica de 2008 y que propugnan un cambio desde la transversalidad ideológica— centran sus discursos en diagnósticos más o menos universales para, con un gran despliegue mediático, esconder las soluciones que proponen y que, casi siempre, tienen su origen en las más trasnochadas y anacrónicas ideologías del siglo XX. Así, Le Pen, Trump, Mélenchon o Iglesias aparentan representar realidades muy distintas pero, en cambio, sus mensajes apocalípticos y de rechazo frontal a un supuesto sistema injusto, coinciden en numerosas propuestas: proteccionismo económico, imperio de lo local frente a estructuras supranacionales, apuesta por mecanismos de participación directa en asuntos más o menos accesorios, aumento del gasto público y, sobre todo, sustitución del concepto de ciudadano —símbolo de la democracia liberal— por conceptos más abstractos e impersonales como gente o pueblo. Además, se trata de movimientos que, aprovechándose del dolor evidente producido por la crisis en millones de personas, busca transformar sus lágrimas en votos sin pasar por su cabeza. Se sentimentaliza la política y se promete una solución que supere el viejo esquema izquierda/derecha o conservador/progresista que, a juicio de estas formaciones, ya no funciona. Así, se presentan como lo nuevo frente a lo viejo, desideologizando sus propuestas y, aparentemente, con la capacidad de aglutinar a personas de ideas muy diferentes.
Los nuevos populismos se presentan como lo nuevo frente a lo viejo, desideologizando sus propuestas y, aparentemente, con la capacidad de aglutinar a personas de ideas muy diferentes.
Sin embargo, en los últimos años, un nuevo fantasma recorre Europa: la evidente pérdida de peso de los nuevos partidos, incapaz de asumir las nuevas condiciones de juego de la democracia, está encontrando nuevas alternativas más allá del populismo. Una serie de partidos, aparentemente europeístas, claramente socialdemócratas y, en teoría, más liberales que las tradicionales fuerzas conservadoras, ganan peso. El ejemplo más poderoso de esta nueva forma de política es el partido En Marche, que en apenas un año de vida le ha servido a Enmanuel Macron para llegar a la presidencia de Francia y reorganizar el espacio ideológico y político del país. Su triunfo, según el diario El País, supone el éxito de una “alternativa racional y europea al presidente de Estados Unidos, Donald Trump”.
¿Izquierda-Derecha? ¿Populismo-liberalismo? Veremos si el viejo paradigma resiste a la nueva era de la política sensible y efímera o si, en este tiempo de posverdad y Twitter, el nuevo debate pasa por nuevas fórmulas. Lo que parece evidente es que el nuevo ciudadano siente más que piensa, madura mucho más tarde y, en general, es más volátil a la hora de tomar decisiones.
Así concluye, de momento, el viaje histórico por la aplicación ética de la política. Hemos analizado cómo se ha teorizado sobre lo que significan aspirar al bien en el pensamiento clásico (aspiración al bien del gobernante, calidad personal) y, como, en la Modernidad, esa aspiración al bien se da a través del Estado. Hemos visto que en la etapa contemporánea se vuelve a tomar conciencia de que la aspiración al bien no solo depende de la acción del Estado, sino de nuevos estados de excepción que generan oportunidades para la acción política. Aquí es donde se enmarca la figura de Adolfo Suárez, el hombre de acción que puso orden, aplicando las reglas propias de lo político, a un momento de excepcionalidad institucional y social
La clave del éxito de Albert Rivera es que ha conseguido unir su marca al concepto de «sentido común». Más allá de lo que los politógos puedan decir o escribir, cada uno con sus dependencias ideológicas o editoriales, lo cierto es que el fenómeno Ciudadanos se explica, basicamente, por esa capacidad de conectar con los votantes a través de ideas sencillas y difícilmente discutibles. Es decir, se trata de un partido que, de momento, no genera demasiado rechazo.
Se dice, habitualmente, que si el 0 es la extrema derecha y el 10 la extrema izquerda, los españoles estamos en un 6. No entraremos aquí a discutir la veracidad de este dato. De hecho, lo utilizaremos como baremo para definir las líneas maestras del partido de Albert Rivera. Ciudadanos, en esa escala que citábamos, estaría encuadrado entre el 4 y el 6, ambos incluídos. Es decir, ni muy de derechas, ni muy de izquierdas. Eso en cuanto a la ideología pero podríamos utilizar esa misma escala para ubicar a Ciudadanos entre el 4 y el 6 en otras tantas categorías.
¿Se trata de un partido que no se define demasiado para no espantar a nadie?Es una de las críticas que habitualmente se utiliza para tratar de desprestigiar a Rivera y los suyos. Sin embargo, no me parece una crítica justa. Sería como decir que la mayoría de los españoles navegan en esa indefinición. Los que enarbolan esas críticas tienen un gran problema: han olvidado que lo normal es que, ante un problema, la gente aplique el sentido común, y no la ideología, los rencores o cualquier otro tipo de respuesta condicionada. Además, quienes critican a Rivera por su indefinición son aquellos que no se atreven a definir conceptos tan elementales como nación; o aquellos que de pronto no saben que pasaría en una hipotética Cataluña independiente.
Pongamos un ejemplo muy básico: si una persona tiene que decidir qué coche comprar se guiará por factores como el precio, sus avances técnicos, el tamaño, el color, etc. Desde luego lo que no hará será investigar en qué fabrica se produce, no vaya a ser qué provenga de alguna región donde gobierne un partido político concreto; desde luego no dejará de comprarlo porque el responsable del concesionario sea de un equipo de fútbol distinto al suyo; y, desde luego, se fijará más en la opinión de su mujer que en lo que diga la prensa especializada.
¿A qué tiene lógica? Bueno pues ese mismo sentido común es el que intenta aplicar Ciudadanos a su toma de decisiones. Claro que, por supuesto, se equivoca, se contradice y, probablemente, se desvirtúa. Sin embaego, son errores que forman parte de una normalidad que, bien explicada, los votantes son capaces de entender. Pero, en el fondo, cuando Albert Rivera dice que los representantes de los otros partidos son sus adversarios y no sus enemigos está diciendo lo mismo que diría culquier persona de sus rivales de mus. Los españoles, en fin, están hartos de políticos que utilizan más el garrote y los prejuicios que la palabra y el sentido común.
El «efecto Podemos» se deja sentir en la política, claro, en el miedo de unos y otros a ser engullidos o radicalizados; pero también en otros ámbitos: los de Pablo Iglesias hablan del «pueblo» y han vuelto a poner de moda lo de referirse a uno mismo como parte de un todo. Veamos:
A lo largo de los siglos la batalla entre el «yo» y el «nosotros» ha ido acompañando al hombre y a las sociedades. El primero hombre sobre la tierra buscaba su supervivencia, que es quizá el rasgo más humano de todos. Poco a poco ese hombre, que también es social según manda el orden natural, fue creando tribus, y luego pueblos y, unos cuantos siglos después, ciudades que había que gobernar. Entonces se hicieron leyes que sustituyeran al garrote y los pueblos empezaron a ser conceptos cuantificables. Por no ser demasiado tedioso aceptemos que estamos ya en plena revolución industrial, a caballo entre el siglo XVIII y el XIX. El hombre se va deshaciendo del yugo del Rey absoluto y va siendo consciente del valor monetario de su trabajo. Tanto fue consciente que, años después, un señor que dio nombre una ideología, vaticinó lo del capital asesino: el comunismo surge como filosofía de salvación para los colectivos esclavizados. Pero el siglo XX trae la Coca Cola, el Mc Donalds y consolida a los economistas de libre mercado: el capitalismo se moderniza y provoca felicidad inmediata y,puede, egoísmo colectivo. Otra vez el colectivo.
Después de pedir perdón a historiadores, economistas y filósofos por haber sintetizado en un párrafo siglos y siglos de humanidad, me atrevo a afirmar: el concepto de pueblo es una mentira. Sólo las sociedades que buscan, en primer lugar, la felicidad de cada individuo, están llamadas a prosperar.
Pablo Iglesias, y antes que él tantos otros, eliminan la individualidad al hablar de los derechos del pueblo. Y mienten: un pueblo no puede tener derechos porque estos son atribuibles únicamente a una persona física capaz de ejercerlos. España no puede tener derecho al voto, lo tienen cada uno de sus ciudadanos. Y es precisamente el concepto de ciudadanos el que nos convierte en hombres libres. En el fondo, el discurso de PODEMOS se parece mucho al de los nacionalistas. Cuando Artur Mas habla de los derechos del pueblo catalán lo que hace es asignar el tramposo concepto de «derecho a decidir» a ese difuso concepto de colectividad que representa «el pueblo catalán». Y los derechos, habrá que repetirlo, no son de los pueblos, son de las personas, de cada una de ellas.
Por eso hay que elogiar el yo, asumiendo el riesgo de que los voceros demagogos nos acusen de egoístas, neoliberales o a saber qué insulto nacido de una Facultad de Políticas repleta de niños de papá o hijos de la Movida. En el respeto al yo nacen las sociedades libres; lo otro sólo genera dictaduras.